Capitulo 11

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medida el carácter fantástico de sus interpretaciones. Pero no es posible explicar de la misma manera la férvida facilidad de sus impromptus . Debían de ser, y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues a menudo se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas), debían de ser fruto de ese intenso recogimiento, de esa concentración mental a que he aludido antes y que podía observar sólo en ciertos momentos de la más alta excitación artificial. Recuerdo bien las palabras de una de aquellas rapsodias. Quizá me impresionó con mayor fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de sus sentidos creí percibir, por vez primera, que su ser tenía plena conciencia de su estado, que sentía cómo su sublime razón vacilaba sobre su trono. Aquellos versos, que él tituló El palacio encantado , decían poco más o menos así:
I
En el más verde de nuestros valles,
Donde habitaron ángeles buenos,
En otro tiempo su frente alzaba
Hasta las nubes palacio espléndido;
Era el dominio de un rey altivo:
El Pensamiento.
Jamás querube batió las alas
Sobre un palacio más noble y regio.
II
Gualdas, doradas, rojas banderas
Sobre las torres flotan al viento
(¡Y esto hace tiempo, tiempo remoto.
Ya mucho tiempo!)
Y toda brisa que en las almenas
Rizaba alegre tales trofeos,
En los espacios se evaporaba
Como un aroma de azul incienso.
III
Los peregrinos de aquellos valles,
Por las ventanas absortos vieron
En los salones danzar espíritus
De ágiles flautas al ritmo aéreo,
Y en torno a un trono luego acercábanse
(Un trono excelso),
Donde en su gloria resplandecía
El infortunado rey de este reino.
IV
Orlada en perlas y pedrerías
La vasta puerta del monumento,
Cual ledo río pasar dejaba
Las muchedumbres de alados Ecos,
De alados Ecos que repetían
en sus conceptos,
De aquel monarca las alabanzas.
V
Mas de repente, seres extraños,
Fúnebres seres siempre de duelo.
El trono altivo de aquel monarca
Asaltan pérfidos.
La antigua gloria y el poderío,
El poderío del Pensamiento,
Son ya una historia casi olvidada
Hace ya tiempo, ya mucho tiempo.
VI
Y hoy el viandante de aquellos valles,
Por los balcones ve, siempre abiertos,
Formas extrañas que danzan, danzan
Al son de músicas que son lamentos,
Y por las puertas pasan y pasan
los foscos Sueños,
Cual negro río de sombras lívidas,
De sombras lívidas siempre de duelo...
Recuerdo bien que las sugestiones suscitadas por esta balada nos sumieron en una corriente de pensamientos en la que se manifestó una opinión de Usher que menciono aquí, no por su novedad (pues otros hombres [6] han pensado lo mismo) sino para explicar la tenacidad con que la mantuvo. Afirmaba en líneas generales la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su trastornada imaginación la idea había adquirido un carácter más osado e invadía incluso bajo ciertas condiciones el reino inorgánico. Me faltan palabras para describir todo el alcance y el grave abandono de su convencimiento. Esta creencia, empero, se vinculaba —como ya he sugerido— con las piedras grises de la morada familiar. Según él imaginaba, las condiciones de la sensibilidad quedaban satisfechas por el sistema de colocación de aquellas piedras, por su disposición, así como por los numerosos hongos que las recubrían y los agostados árboles circundantes, pero sobre todo por la inmutabilidad de este orden y su desdoblamiento en las quietas aguas del estanque. La prueba —la prueba de esa sensibilidad— estaba, según dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero evidente condensación de una atmósfera propia por encima de las aguas y en torno de los muros. El resultado, añadió, quedaba patente en aquella silenciosa aunque importuna y terrible influencia que desde hacía siglos había modelado los destinos de su familia convirtiéndole a él en eso que ahora yo veía, en eso que él era. Semejantes opiniones no necesitan comentario y yo no haré ninguno.
Nuestros libros —los libros que durante años formaran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo— estaban en estricto acuerdo, como podrá suponerse, con este carácter fantasmal. Estudiábamos juntos minuciosamente obras como el Ververt et Chartreuse , de Gresset; el Belfegor , de Maquiavelo; El Cielo y el Infierno , de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim , de Holberg; la Quiromancia , de Robert Flud, Jean d'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul , de Tieck, y La ciudad del Sol , de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen in octavo del Directorium inquisitorium , del dominico Eymeric de Gerona; y había pasajes de Pomponio Mela sobre los antiguos sátiros africanos y egipanos con los cuales Usher soñaba durante horas enteras. Con todo, su principal delicia se hallaba en la lectura atenta de un raro y curioso libro gótico in quarto —el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliae mortuorum chorum ecclesiae maguntinae .
Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente de que Lady Madeline había dejado de existir, anunció su intención de conservar el cuerpo durante quince días (antes de su enterramiento definitivo) en una de las numerosas criptas situadas bajo los gruesos muros del edificio. La profana razón que alegaba para justificar aquella singular manera de proceder no me permitió la libertad de discutir. Como hermano había adoptado esta resolución (así me lo dijo) teniendo en cuenta el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas e indiscretas averiguaciones de parte de los médicos, la remota y expuesta situación del panteón familiar. Confieso que cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con que me encontrara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no sentí deseos de oponerme a lo

El pozo y el pénduloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora