LOS VERSOS DE LA TUNDRA

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El invierno había llegado y los lobos empezaban a tener hambre. Ese año, sin embargo, las fieras no serían la mayor de las preocupaciones.

En la helada ciudad de Eira, la nieve se acumulaba en los fríos tejados de pizarra, los cuales protegían de la intemperie a casas hechas con piedras bastante generosas de tamaño y cubiertas de musgo y plantas para mantener el calor interno. Las apedreadas calles, llenas de guijarros y brotes de hierba sepultados por la nívea manta guiaban a una figura encapuchada a través de la noche. Se dirigía hacia el centro de la ciudad, donde aguardaba una enorme plaza con una fuente que mostraba a una lechuza aterrizando sobre la rama de un árbol congelado.

El sujeto subió las escaleras del ayuntamiento y llamó a la puerta. Cuatro golpes fuertes pero pausados entre sí generaron un profundo eco en el interior de la estancia. Uno de los portones se abrió lentamente, permitiendo que se resguardara de la nieve. Cuando lo hizo se quitó el sombrero que llevaba, revelando un pelo castaño y corto, así como una sombra de pelos por barba del mismo color. Unos ojos verdes se abrían paso entre el inmenso pasillo lleno de armaduras que protegían el lugar.

Comenzó a caminar con paso firme hasta llegar a la puerta siguiente, una más grande que la anterior que llevaba al despacho de la alcaldía. Cuando entró, vio a una anciana sentada en una mecedora junto a la lumbre. Tenía los cabellos blancos con mechones grises, así como unos ojos del mismo color.

Esta, al escuchar cómo se abría la puerta, sonrió.

-Veo que tu jefe ha tomado finalmente una decisión... Una lástima que sea la equivocada... Al fin y al cabo, tarde o temprano se descubrirá la verdad...

-Puede. Pero en ese entonces nada podrá pararle... El invierno no ha hecho más que empezar...

El hombre sacó una pistola y apuntó a la cabeza de la anciana.

-Deberías tener más seguridad con tal de que no pasaran cosas como estas...

-Oh, querido, si tú supieras... La nieve es capaz de sepultar todo, hasta el más profundo de los rencores. Pero veo que él se fuerza en derretirla...

-Poética hasta el final. No esperaba menos...

Un disparo se escuchó dentro de la sala y retumbó en el interior de las armaduras. En el exterior, la nieve amortiguó ese sonido.

El hombre subió por unas escaleras de caracol que había en el pasillo principal y terminó llegando al punto más alto del edificio, donde sacó una bengala que disparó al cielo. El humo rojo ascendía a contracorriente de la nieve, desvaneciéndose cuando llegó a su límite. Un grupo de personas con carromatos en el linde de la ciudad vieron la señal y, tras varios gestos avisando a todos que se reagruparan, continuaron por el camino.

Uno de los carros se quedó a la espera de que el hombre que había perpetrado el asesinato llegara y se subiera.

A la mañana siguiente, el pueblo descubrió la escena del crimen y entonó un profuso llanto hacia la alcaldesa. Horas y horas llorando mientras se llenaba de más gente la plaza central. Uno de los habitantes partió hacia el bosque más cercano cuando se enteró de la noticia para avisar a Enya de lo que había ocurrido. Unos minutos después de haberse adentrado en el bosque llegó a un claro donde había una casa de madera.

-¡¡Enya!! ¡¡Despierta, por favor!!

Unos gritos malhumorados se escucharon en el interior de la vivienda. Tras un minuto de espera, la puerta se abrió junto a un murmullo constante de quejidos y balbuceos. Era una joven con el pelo medio largo, de color rubio con las puntas rojas y recogido en una coleta algo despeinada, con un flequillo que se deslizaba rostro abajo por el lado derecho. Sus ojos azulados contrastaban con el de su cabello, pero quizás lo más notorio de su tez eran unas marcas no muy grandes en forma de llamas que tenía alrededor de su ojo izquierdo. Eran quemaduras por fuego, aunque no recordaba cómo se las hizo. Había salido con un simple camisón largo de color negro que cubría hasta las rodillas y descalza.

Antología Ecos de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora