ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO

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Desde la cima de la montaña observaron la pendiente que había ante ellos. El viento rugía en sus oídos con fuerza, y con su llegada pudieron escuchar los angustiosos gritos de las almas que los esperaban al final del camino.

Las voces resonaban con eco entre los árboles susurrantes que dejaban caer sus hojas con desgana. El paisaje era desolador y frío, recortado en sombras plateadas y azules. La luna brillaba en lo alto del cielo despejado, con las estrellas danzando a su alrededor, inundando la oscuridad de la noche con el pálido destello que desprendían.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Nicolò y, en un gesto inconsciente, se cubrió el cuerpo con sus propios brazos, tratando de protegerse de aquello que los acechaba en las sombras. Después de tomar una amplia bocanada de aire, se pusieron en marcha, ignorando los gritos que lo inundaban todo. Avanzaron recelosos, tratando de no pensar en que aquel camino los conduciría al Infierno.

Ambos avanzaron con la respiración contenida, pisando con cuidado sobre la hierba seca que crujía bajo sus pies. Hacía tiempo que el mundo se estaba marchitando, muriendo ante la ausencia del espíritu que lo llenaba de luz y vida. Lo habían secuestrado y la Tierra se apagaba con lentitud, luchando por mantenerse impoluta en su pureza, pero sus esfuerzos eran en vano. Nadie podía hacer nada por ella. Nadie excepto ellos. Habían sido los elegidos para salvarla y por esa razón aquel iba a ser el trabajo más importante de sus vidas.

Llegaron a la orilla del lago y contemplaron en silencio la belleza de la imagen que tenían ante sus ojos. Había contemplado aquel paisaje numerosas veces a través de fotografías, pero ver el Lago del Averno en persona era algo totalmente diferente. El agua se encontraba en una superficie circular, rodeada de tierra y montañas. En su reflejo tranquilo, la luna se reflejaba sin poder evitarlo y Nicolò tragó con fuerza cuando sintió el poder que emanaba de aquel lugar. Era una fuerza oscura, tan violenta y desagradable que tuvo que resistir el impulso de dar media vuelta y abandonar su misión. El plan era insensato, casi una locura, pero ambos sabían que era la única esperanza que tenían. Si se echaban atrás, la Tierra nunca volvería a recuperarse y los seres vivos morirían cuando ella exhalara su último aliento.

Chiara se descolgó la mochila y comenzó a sacar todo lo que habían traído consigo y que les sería vital para poder cumplir su tarea sin que hubiera pérdidas humanas en el camino.

El joven se arrodilló a su lado y la ayudó a colocar las velas en su posición mientras ella dibujaba en la tierra un pentagrama invertido con una cruz satánica en el centro. El dibujo era lo suficientemente grande como para que ambos pudieran meterse en él y tuvieran espacio para realizar el ritual sin sentirse agobiados. Chiara lanzó la tiza a un lado y comenzó a encender las cinco velas que Nicolò había colocado en las puntas de la estrella. Ambos se situaron en el centro del dibujo y encendieron las cinco velas que había en los vértices internos del dibujo.

Diez velas para las diez Puertas del Infierno que había en la Tierra. Una de ellas se encontraba en el Lago del Averno y, si querían flanquearla, tenían que abrir todas las demás.

-Son las doce -dijo Chiara después de consultar el reloj de su muñeca-. ¿Listo? -preguntó, sus ojos fijos en los de él.

Nicolò se limitó a asentir, temeroso de que si abría la boca no pudiera retener los gritos que se revolvían en su garganta.

Su amiga inspiró con fuerza y cerró los ojos. Nicolò, antes de imitarla, contempló ensimismado cómo las velas y la luz de la luna reflejada en su piel olivácea le daban un aspecto sombrío, casi fantasmal. Una sonrisa tironeó de sus labios mientras sus párpados se cerraban con lentitud al ser consciente de que aquello no hacía más que aumentar la belleza de la joven.

Nicolò colocó las manos de Chiara sobre sus palmas, ignorando la electricidad que sacudía su piel allí donde entraba en contacto con la de ella, y comenzó a recitar las palabras que se había aprendido de memoria. Chiara lo siguió más tarde, repitiendo sus palabras, duplicando la fuerza del hechizo. El viento se levantó a su alrededor y, de nuevo, trajo consigo las voces de las almas eternas que se quemaban en el fuego del Infierno. Nicolò cuadró los hombros y se obligó a mantenerse firme mientras notaba cómo el poder lo atravesaba y recorría todo su cuerpo, navegando a través de él como si le perteneciera. Sintió cómo Chiara se tensaba y supo que ella estaba experimentando lo mismo. Sus cánticos se unieron en uno solo, en palabras acompasadas que inquietaban a todas las criaturas del mundo. El sonido de sus voces lo inundó todo y, a medida que estas se alzaban con más fuerza, el viento rugía con más intensidad a su alrededor. Paulatinamente, fueron elevando la voz, siendo conscientes de cómo el poder los drenaba por dentro, dejándoles exhaustos. Tenían frío, se sentían débiles y estaban asustados, pero ya no había marcha atrás. Pronunciaron las últimas palabras y un arrebatado soplo de aire los golpeó con violencia. Se cubrieron el cuerpo mutuamente mientras este los azotaba, haciéndolos temblar de impotencia e incertidumbre. Lo siguiente que escucharon fue el sonido de sus respiraciones aceleradas; el viento se había esfumado tal y como había aparecido.

Antología Ecos de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora