AURORAS DE JENGIBRE

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Susurra el viento gélido que lo más importante de la Navidad no son los regalos que los niños abren en cuanto el sol aparece por el horizonte y despiertan a sus padres con la sonrisa más genuina de todo el año. En realidad, el verdadero significado de este día tan especial va mucho más allá de lo material y de lo que se suele predicar en los medios de comunicación. El veinticinco de diciembre es magia en todos los sentidos de la palabra y no había nadie que creyera más en la magia de la Navidad que Ginger Reindeer durante su niñez y juventud.

Desde pequeño, sus padres le habían deleitado con historias sobre la fábrica de regalos de Papá Noel, que se escondía en algún lugar de las profundidades de Korvantunturi, unas montañas situadas en Laponia, cerca de la frontera entre Finlandia y Rusia. Quizás Ginger perteneciera a la raza de los elfos, de la cual Papá Noel había escogido a sus ayudantes siglos atrás debido a la pureza de sus almas y a lo trabajadores que eran, pero aquello no quitaba que todo lo relacionado con la fábrica de juguetes fuera el secreto mejor guardado de todo el planeta. La ubicación exacta solo la conocían los que trabajaban allí, por lo que las historias que se contaban y que se transmitían de generación en generación entre elfos y humanos no eran más que eso, historias que habían inventado para satisfacer la curiosidad.

A pesar de ello, Ginger siempre había adorado escuchar durante horas sobre la ingente cantidad de cartas que les llegaban de todos los rincones del globo terráqueo, los papeles de colores brillantes con los que envolvían los regalos y los cuidados que recibían los renos para poder soportar la larga noche de Navidad, repleta de aventuras y de kilómetros por recorrer.

Inconformista de nacimiento con la vida que le había tocado en una diminuta aldea perdida en los bosques de Hungría, siempre había soñado con formar parte de aquel lugar tan extraordinario algún día, de ser escogido entre los miles de elfos que habitaban en todo el mundo para aportar su pequeño copo de nieve y seguir espolvoreando la infancia de los niños con regalos y la ilusión que necesitaban para que las crueldades del presente no les arrebataran la ignorancia.

Sin embargo, el incesante paso de los años fue apagando la llama de la esperanza a la que Ginger se había estado aferrando desde que había escuchado hablar por primera vez sobre la fábrica de juguetes. Se había dado cuenta de lo equivocado que había estado, cegado por sus ilusiones infantiles que le cubrían los ojos como una venda opaca que le impedía ver con claridad. No fue hasta que cumplió la mayoría de edad y una fuerte brisa le arrancó aquella venda de los ojos que entendió que los elfos no recibían regalos por Navidad, a diferencia de los niños humanos que aguardaban con la ilusión revoloteando en sus pechos a que pasara Nochebuena para despertar a sus padres y romper los papeles que escondían auténticos tesoros. Para los elfos no era así, el único propósito que tenían era trabajar y seguir trabajando para los demás y no se les permitía aspirar a nada más. La mayor parte de la población pensaba que solo valían para eso, trabajar y dejarse la piel cada día por un poco de dinero. Incluso Papá Noel abusaba de la solidaridad de aquella raza para que llevaran a cabo las tareas más arduas de la fábrica de regalos. ¿Por qué iban a recibir regalos que instaban a la imaginación y a la esperanza si en el futuro que les esperaba solo había oscuridad?

Noviembre solía llegar junto a la primera nevada de la estación otoñal, esparciendo manchas blancas por los árboles que rodeaban la casa de Ginger como todos aquellos cuadros que su madre solía pintar cada año para intentar captar una pequeña porción de la majestuosidad de los copos cayendo cual gotas de pintura sobre las hojas para hacer desaparecer los tonos pardos del otoño, recordándoles que el invierno estaba a la vuelta de la esquina y que, por tanto, ya quedaba menos para que la Navidad se sintiera en el ambiente. Ginger había adorado despertarse con un escalofrío atrapado en su cuerpo, tras haberse destapado durante la noche, pero enseguida se le escapaba una sonrisa al erguirse y echar un vistazo por la ventana para encontrarse con el espectáculo blanco que se desplegaba ante sus ojos.

Antología Ecos de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora