YO SIGO AQUÍ

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Te miro de soslayo mientras intento comprobar el tiempo que hace fuera, estás ahí, sentada como de costumbre, de esa forma tan peculiar que tanto me gusta: con los pies prácticamente encaramados sobre el asiento de la silla, y apoyando tu cabeza sobre las rodillas mientras juegas con los dedos de tus pies. Me miras... y apenas sé qué decirte, reconozco ese gesto tan tuyo de cuando algo te disgusta; ese gesto que tanto me aflige observar en tu semblante, ese gesto que quedó grabado a fuego en mi memoria desde aquella noche en la que te fuiste.

Sé perfectamente que no te encuentras en esa silla sentada...

Sé que ni siquiera tu cuerpo está presente..., porque hace tiempo, mucho tiempo que te fuiste, mas no puedo dejar de verte, de hablar contigo y de sentir tu presencia como si nunca te hubieras ido, como si nunca aquel fatal accidente te hubiera apartado de mi lado.

La calle está abarrotada de gente, que veo deambular de un lado para otro, cargados con enormes paquetes repletos de inmensa ilusión. Es Navidad..., y creo que te molesta que yo no sea uno de esos viandantes que andan por ese bulevar yendo de un lado para otro en busca de sus últimas compras; como hacíamos tú y yo cuando aún estabas aquí, como hacíamos cuando al menos podíamos celebrar las dos juntas estas fechas.

Sé cuánto te molesta que permanezca aquí recluida, lejos de todo tipo de festejo... lejos de todo tipo de celebración, lejos de poder disfrutar de toda esa aparente felicidad que todos manifiestan en sus rostros. Pero aparte de tu supuesta presencia no tengo a nadie con quien me apetezca estar, con quien disfrutar, a quien regalar nada, ni siquiera tú puedes recibir ningún presente, porque ya no estás... porque me abandonaste y me dejaste completamente sola.

En todos estos años, desde tu partida, hago siempre el intento de no comprarte aquellos bombones que tanto te gustaban o aquel perfume embriagador que a mí me volvía loca al sentirlo sobre tu piel cuando te besaba o te abrazaba. Aunque...

Me es imposible dejar de hacerlo.

Me es imposible dejar que te vayas.

Me es imposible olvidarte, y por eso creo que nunca te irás del todo, por eso creo que siempre estarás aquí conmigo, por eso sigo imaginando que te encuentras ahí sentada, mirándome... haciéndome llegar tu inmenso malestar.

La tarde se percibe fría, sombría y sin ningún atisbo de que el sol emerja entre las nubes que cubren el cielo de nuestra ciudad; esta ciudad tan ruidosa, tan llena de luz, tan llena de vida, a la cual nos mudamos desde nuestro pueblo natal cuando comprendimos que en aquel lugar nunca habría sitio para nosotras, porque nadie, ni siquiera nuestros más allegados, lograrían entender lo que se siente al amar a alguien que te es prohibido. Lo que aquí en la capital tan sólo se reconoce como dos personas que se aman y sólo desean estar juntas: allí, ¡en aquel pueblo de mierda! no éramos más que dos bichos raros afectados por alguna extraña enfermedad, porque nadie en su sano juicio podía comprender que dos chicas tan saludables, con tanta inteligencia y belleza, pudieran sentir esa clase de sentimiento la una por la otra.

Tuvimos que huir, sí, dejándolo todo atrás, apartándonos de todos y de cada uno de nuestros parientes, que tanto se esforzaron en lograr separarnos. No obstante y evidentemente nunca lo consiguieron... al menos no como pretendieron desde el momento uno en el que se percataron que aquel aparente afecto fraternal entre dos simples amigas, no era tal y como ellos suponían, sino algo más; algo que para sus estrechas mentes sólo era algo aberrante, algo anti natura. A pesar de todo su empeño, de sus incomprensibles trabas, tú y yo, siempre logramos estar juntas, siempre conseguimos encontrarnos, reunirnos a escondidas, aunque fuera en parajes de lo más inusuales y poco comunes de aquel anticuado pueblo, ocultas de todos y para todos, sin que nada ni nadie nos importase más que lo que sentíamos la una por la otra.

Antología Ecos de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora