Uno

494 54 5
                                    

"Ojos rojos. El color del fuego. Los ojos de mi gente se volvían rojos cuando se emocionaban y si alguno moría en ese estado, el color rojo nunca desaparecía y sus ojos permanecían así para siempre. Ese rojo brillante era considerado como una de las cosas más bellas del mundo".

Desde que tomó el control de la familia Nostrade, Kurapika se dedicó a reunir los ojos robados a su tribu masacrada. Para conseguirlos solo requería dinero u otros objetos que los coleccionistas quisieran intercambiar por los Ojos Rojos. Ocasionalmente recurría a métodos menos gentiles. El mayor problema que enfrentaba a la hora de conseguir ese tesoro, era que sus propietarios quisieran negociar. Por lo general se resistían bastante a vender o intercambiar. También habían algunos que poseían imitaciones o eran estafadores en busca de algún ingenuo. Generalmente iba en persona a hacer las negociaciones, pero en esa oportunidad se vio obligado a enviar a Senritsu y Linssen,
quienes volvieron con las manos vacías.

Al principio, Kurapika se mostró un poco molesto. Cuestionó duramente sus actitudes para cerrar un negocio y el que no hayan recurrido al "otro método". En este punto Senritsu intervino diciendo que no era tan grave el no haber conseguido los Ojos Rojos en el primer intento, pues con toda certeza la persona dueña de ese par no los iba a vender a nadie más. Le había dado su palabra de que no lo haría. La forma en que la pequeña y regordeta mujer habló, llamó la atención del muchacho. Senritsu era una de las pocas personas en las que confiaba y desde luego su opinión era de alto valor para él. En gran parte por su habilidad de oír los latidos del corazón y otra gran parte porque era como el ángel bueno que,
supuestamente, susurra en nuestro oído. Una parte externa de su conciencia, ya que la suya, a ratos, se desvanecia en el color rojo de su ira a carne a viva.

-Creo que te haría muy bien, ir tú mismo a negociar con esta persona- finalizo Senritsu sonriendo de forma amorosa.

Más tarde, y en privado, Senritsu le confesaria que esa persona era más que un coleccionista de partes humanas. Motivado por la curiosidad y sobretodo por el deseo de recuperar los Ojos Rojos de su gente, Kurapika tomó un avión hacia un archipiélago en los mares del norte. El lugar era conocido como Las Islas Doradas y eran consideradas reserva natural. Allí crecía una especie de árbol único en el mundo que tenía la peculiaridad de tener un follaje amarillo y perenne. La población local era apenas de seis mil personas en todo el archipiélago y él tenía que ir a la más pequeña de las islas, a donde sólo se podía llegar por medio de un ferry que había un viaje al día. Tuvo suerte de alcanzar la embarcación. En dicho lugar averiguó un poco respeto a la población local. La gente le hablaba con gentileza, pues su aspecto anglosajón y elegante atuendo, les gritaba a todos que era un turista. Los turistas eran bienvenidos, pues representaban gran parte de los ingresos del archipiélago.

Cuando Kurapika desembarco, el sol estaba en el horizonte. El pueblo junto al mar era un sitio en verdad muy bello, pero él, paso sin mirar y se encaminó tierra a dentro. Un hombre se ofreció a llevarlo un tramo del camino y Kurapika aceptó, pero para cuando bajo de la chatarra andante todavía estaba muy lejos de la mansión a la que se dirigía. Casi dos horas después logró ver la enorme casa blanca, entre los árboles amarillos, a la que se llegaba por una estrecha senda con los adoquines a medio sepultar por el húmedo suelo y la hierba. En la puerta, una enorme de pesado y elaborado metal, había un altavoz y cámara por los cuales se identificó. Le dejaron pasar,pues sabían de su llegada. Kurapika fue a encontrarse con un mayordomo, que le pidió lo acompañara hasta donde su amo se encontraba. Kurapika siguió al hombre hasta una invernadero de acero y cristal, en cuyo interior había un estanque de aguas turquesa, de donde emergió una mujer apenas unos años mayor que él, de larga cabellera roja y pálida piel. Parecía una sirena que salía de las profundidades del océano. Tenía puesto un traje de baño color azúl muy delicado y tenía un peculiar tatuaje en el vientre. Cuando levantó el rostro y miró a Kurapika, el muchacho, experimento una sensación muy extraña. Los ojos de esa mujer tenían un color muy inusual. Era una mezcla entre el avellana y el rojo. Eran como las manchas en un lienzo. Como el encuentro espontáneo de dos colores que no llegaron a dar un tercer tono.

-Supongo que tú eres quien envío a la flautista- le dijo la muchacha, mientras se ataba un pareo verde, que tomó de una silla, a la cintura- Vaya que eres un sujeto persistente. Pero se lo dije a ella y su compañero y te lo digo a tí, Los Ojos Rojos no están a la venta.

No fue grosera, pero no lo saludo. Era más que evidente que estaba a la defensiva.

-Dices que los Ojos Rojos no están a la venta, pero me has permitido llegar hasta aquí. Antes,incluso, estuviste dispuesta a oír una oferta. Una persona que realmente no quiere vender o intercambiar un objeto,no abriría una puerta a la negociación- le dijo aquel muchacho de una forma un tanto fría y lejana. Como un maestro que dicta cátedra- Pienso que tu resistencia a no vender ese tesoro,se debe sólo a que no has oído la oferta apropiada o no quieres que ese objeto termine en las manos de una persona indigna de poseerlo. Dígame ¿Estoy o no en lo correcto, señorita Minte?

La muchacha que se había comenzado a secar el cabello con una toalla, que le dió el mayordomo, se quedó inmóvil. Su boca se entre abrió y sus ojos parecían dos pequeños platos de taza de café. Cuando se sonrió, cerró los ojos también y le dió la toalla al empleado.

-Eres un chico listo-le dijo y caminó hacia él. Era un poco más alta que Kurapika, así que cuando se paró delante,él tuvo que bajar la vista- Has venido de muy lejos. Al menos te mereces ver mi colección, pero no ahora. Mañana. Maxwell, asegúrate de que el señor...

-Kurapika- exclamó con cierta prisa,al recordar que no se había presentado formalmente.

-De que el señor Kurapika este cómodo-terminó de decir, Minte.

Una noche en la casa, no era motivo de alarma. Pero mientras Kurapika seguía al mayordomo, no pudo evitar recordar las enigmáticas palabras de Senritsu y los misteriosos ojos de esa mujer. Cuando ella lo miró sintió algo muy extraño. Algo que nunca antes había experimentado. Su corazón brinco de un modo acalorado. Como si se hubiera reencontrado con algo muy querido y por mucho tiempo perdido. Esa noche se durmió casi al alba. Se quedó repasando en lo que sabía de esa mujer. Siempre investigaba bien a los coleccionistas para poder saber cómo negociar con ellos. Minte, hasta donde sabía, era una coleccionista arqueológica. Las piezas en su colección correspondian a vestigios de antiguas civilizaciones. Quizá ahí radicaba su resistencia a entregar uno de sus objetos a un coleccionista vulgar, para quien los Ojos Rojos eran sólo una joya más. Cual fuera la razón, no partiría de allí sin llevarse los ojos de su gente.

Por la mañana,Minte lo invitó a desayunar y como Kurapika no quería predisponer a mal el ánimo de su anfitriona aceptó. Fue una comida breve y de no más de cuarenta minutos,en la que esos ojos lo alteraron un poco ¿Seria, esa mujer,una usuaria de Nen? ¿Si lo era a que estilo pertenencia? Si estaba ante alguien como él ¿Por qué no estaba seguro? La miró usando gyo, pero no vio nada extraño. El aura de Minte fluía con naturalidad. Las frases que intercambiaron no fueron más que formalismos. Le agradaba que ella no hablará mucho, pero al mismo tiempo lo inquietaba un poco más de lo que ya estaba. Senritsu no lo enviaría al peligro, de eso estaba seguro, pero si alguien la estaba controlando a ella y...¿Por qué esa mujer lo ponía tan intranquilo?

-Podrías mostrarme tu colección ahora. No quiero ser grosero,
pero tengo que volver,cuanto antes, a mi hogar. Deje muchos pendientes.

-Entiendo- le respondió la mujer que llevaba puesto un largo vestido blanco- Acompañame por favor.

Kurapika se levantó de la mesa y fue tras ella hasta un sótano que era una bodega de vinos. Bajo ese suelo adoquinado se había excavado otro sótano y allí Minte guardaba su colección. Cuando las luces se encendieron, lo primero que se ganó la atención de Kurapika,en el abobedados lugar, fue un atuendo de color azúl, enmarcado y colgado en la pared. Era ropa de la que confeccionaba su tribu. Una prenda como esa no podía estar allí. Era imposible.

-Veo que ese tabardo te a gustado- le comentó Minte- Perteneció a un auténtico miembro de la tribu Kuruta...

-¿Cómo obtuvo esa prenda?-le preguntó Kurapika de forma brusca.

-Era de mi padre...-respondió Minte.

La MestizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora