Cuídate mucho, amor

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Acompañada por sus hijos y su esposo, la anciana reposaba en su lecho sintiendo que se aproximaba el momento de su muerte. Le quedaba muy poco tiempo. Un poco más tarde, ese mismo día, habría llegado al final de su existencia.

Sin embargo, no tenía miedo. Estaba tranquila y completamente en paz. Había tenido una vida larga y maravillosa, llena de triunfos y experiencias extraordinarias. Y lo mejor de todo, era que la había compartido con un hombre excepcional; devoto, muy amoroso, y con quien había procreado a sus cuatro preciosos hijos.

Había sido una heroína para su familia, y una heroína anónima que había contribuido a rescatar a su planeta de una guerra galáctica aniquiladora. Aquella guerra le había quitado el uso de su pierna izquierda, y los últimos años tuvo que utilizar una silla de ruedas para desplazarse. Pero nunca perdió su determinación, su don de mando, su capacidad par aconsejar a su familia y para dar todo el amor y cariño al maravilloso marido que siempre la cuidó y la procuró.

Solo había algo que la preocupaba; su última preocupación en el mundo: ¿había hecho todo lo necesario para salvaguardar a su amor del dolor y la desesperanza?

Hizo todo lo que estuvo en sus manos, incluyendo un viaje espacial que la agotó y la postró en una silla de ruedas. También tomó precauciones muy largo plazo, pero quizá no sería suficiente. 

Por desgracia y aunque lo deseaba intensamente, ya no podía hacer nada más. Solo le quedaba esperar lo mejor. Sus órganos internos estaban fallando, y los prodigios de la medicina ya no podían hacer nada por ella. Solo podían vigilarla y darle medicamentos para evitar que sintiera dolor y malestar. Cuando se enteró de que ya no era posible hacer nada por ella, pidió su alta voluntaria del hospital. Prefería una muerte digna en su casa, rodeada del amor de los suyos, que acabar en un hospital rodeada de aparatos y médicos casi anónimos. Toda su familia apoyó su decisión.

Desde que estaban en casa, Steven no quería separarse ni un minuto de su mujer. Era muy difícil convencerlo de ir a comer y descansar. Alegaba que era su deber, que deseaba atender por sí mismo a su esposa, y que podía resistir el cansancio, porque aún era fuerte y vigoroso. Se necesitaba todo el poder de persuasión de Connie y de sus hijos para separarlo del lecho que había compartido con ella durante tantos años.

Connie estaba segura de que Steven seguía culpándose a sí mismo por su brusco deterioro de salud, pero no. Fue la combinación de las pastillas para el dolor, la vejez y aquel viaje terrible que hizo para conversar con Lapis e intentar convencerla.

Tan pronto como regresó, sus malestares se agravaron y pasaron meses antes de que se sintiera mejor. De hecho, jamás se recuperó del todo, pero ella no se arrepentía de lo que hizo ni por un momento. No había hecho nada que Steven no hubiera hecho por ella. Era su deber intentar que su marido encontrara nuevos motivos para ser feliz. Lo único que lamentaba era no poder aclararle a Steven la fuente de sus malestares. No podía decirle nada de lo que había hecho.

Ahora, aunque las drogas le quitaban el dolor, sentía que su consciencia se perdía. Era un hecho: había llegado el momento de partir.

- Hijos, por favor... Salgan de la habitación y cierren la puerta. Necesito hablar con su padre.

Ellos obedecieron sin chistar. Se fueron y cerraron la puerta tras de ellos. Con gran dificultad, Connie extendió una mano y acarició la mejilla de Steven.

- Amor... ven. Dame un beso -dijo mientras sonreía.

Steven sonrió a su vez, y se acercó a su mujer para besar sus labios. Ella le sujetó la cabeza y lo besó varias veces, hasta que la falta de aire le produjo un acceso de tos y tuvo que separarse de él. Steven la ayudó dando suaves palmadas en su pecho.

Te he esperado tanto tiempo... (Lapiven)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora