La emoción del festejo de Halloween fue rápidamente reemplazado por la muy esperada temporada invernal en Breckenridge, Colorado. Navidad era su festividad favorita, especialmente para Beatriz Blue.
Pero a partir de esta navidad, las próximas sería...
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Capítulo 1:
"Bye bye, mi querido Halloween. Hola, mi querido Santa"
Arrojo la última araña de plástico desde el tejado de la gran casa. Inclino mi cabeza lo suficiente para ver cómo impacta contra el borde de la caja y cae fuera sobre la hojas marchitas del otoño.
Suspiro inclinando mi cabeza hacia atrás. Tendría que levantarla a esa y a las otras cinco que cayeron fuera.
Con cuidado, camino sobre las tejas grises hasta la ventana que daba contra el corredor del segundo piso. Esquivo con agilidad las tres tejas flojas y la ventana decorada con un par de telarañas. Una vez adentro, las quito con cuidado para no romperla y recibir un regaño de mi madre.
El corredor se encontraba caluroso gracias a las dos estufas que llenaban de calor en todo el largo del lugar. Cuatro puertas blancas con manijas negras destacaban en el corredor beige y en el final de éste se abren dos caminos, uno que guiaba al resto de las habitaciones de mi familia y en otro el principio de la escalera.
Giro a la derecha y bajo las escaleras. Una larga alfombra negra las cubría, yendo acorde a la temática de Halloween; por lo que pronto sería reemplazada por una roja.
A nuestra familia le gusta ir a juego con las festividades. Nos mantenía unidos en cada momento, desde la decoración hasta el momento de la cena.
A lo lejos alcanzó a oír un agudo grito por parte de mi primo más pequeño. Volteo a verlo y me encuentro con mi prima riendo sosteniendo una horrible máscara entre sus manos.
Tiendo a soltar una risa pequeña, negando con mi cabeza. No tenía porque regañarlos, lo haría más tarde mi abuela y sería diez mil veces más divertido para mí y diez mil veces peor para ellos.
—Yo que tú guardo esa máscara —le aconsejo a mi prima pequeña, Tamara—. A la abuela no le gustan ese tipo de bromas, lo sabes.
—Es Halloween, Beatriz —se queja dando pequeños saltos en su lugar, molesta y encaprichada.
—Halloween acabó hace más de 12 horas, Tamara Milson —con solo oír el eco de la voz de mi abuela al final del pasillo que daba a la cocina, continúo mi camino hasta el patio frontal.
Las calles estaban cubiertas con hojas secas, que crujían cada vez que caminaba sobre ellas causándome satisfacción. También había envoltorios de caramelos, chocolates, incluso parte de varios disfraces por todo el pavimento.
Este año, los niños resultaron ser más desastrosos que el año pasado. Acomodo mis anteojos sobre el puente de mi nariz y me dirijo a la enorme caja repleta de las decoraciones exteriores, rodeada de las arañas de plástico de distintos tamaños. Me pongo a recoger cada una de ellas y las guardo dentro de la caja.
—¡Lleva la caja al ático, Beatriz! —escucho el grito de mi madre, Charlotte, con una completa claridad y con otro grito le respondo que la escuché—. ¡Y no rompas nada! ¡No pienso volver a comprar más decoraciones!
—¡Ya entendí, mamá! —grito con más fuerza.
El perro de nuestro vecino comienza a ladrar en mi dirección. Suelto un bufido dándole una mala mirada. No es la primera vez que sucedía esto.
Nuestra familia era las que se comunican mediante gritos porque ninguno tenía ganas de caminar de un punto a otro de la casa. Toda persona que nos conocía sabía de ello, pero si alguien que jamás ha estado aquí podría asustarse o llevarse una mala impresión de nosotros. Por eso, especialmente durante la época navideña, tratábamos de mantenernos lo más calmados cuando había más personas de lo usual rondando por el pueblo.
Al dejar la caja sobre el resto del monto de Halloween, me invadieron las ganas de sacar todas las decoraciones navideñas y colgarlas, pero tendría que esperar a que la estación invernal diera inicio para poder hacerlo.
Puedo esperar un par de meses, ¿verdad?
No, no puedo. La emoción es diez veces más fuerte.
Y quizá las habría sacado de su escondite de no ser por la voz de mi abuela rebotando en cada espacio y habitación de nuestra casa. A regañadientes me obligo a bajar para ir donde ella.
«Por favor, noviembre, termina rápido.»
-La casa debe estar en perfectas condiciones -ordena mi abuela por tercera vez. Todos en mi familia conocíamos las reglas a la perfección, pero ella las repetía año tras año-, día y noche. Todos los días, a todas horas.
-Sí, abuela -respondemos al unísono.
-Deben comportarse durante estos próximos meses, de aquí hasta finalizar enero -vuelve a ordenar bajo nuestro silencio. Ella es quien dirige nuestro pequeño hospedaje y es quien se encarga de que todo esté en su lugar y, principalmente, que ellos se sientan a gusto en nuestra casa-. Nada de gritos -habla dirigiéndose principalmente a mi madre y a mi-, nada de insultos -dirige su mirada a mis tíos- y nada de travesuras -observa a Tamara.
-Sí, abuela -respondemos nuevamente.
-Comenzaremos a ordenar la semana entrante -advierte-, así que vayan buscando cajas y bolsas para donar y tirar cosas que ya no nos sean necesarias.
Durante el mes de noviembre nos centramos en juntar todas nuestras compras de este año o cosas viejas que ya no estén en uso para, mayormente, donarlas. Las cosas que no estaban en condiciones se tiraban a la basura en bolsas, siguiendo una cadena de reciclaje.
-Sí, abuela.
Mentiría si dijese que no me a asustaba está extraña sincronía que poseía con mi familia, cuando se refería a cumplir las ordenes de la abuela.
-¿Cuándo podremos comenzar a decorar? -pregunto emocionada, moviendo mis pie de arriba hacia abajo, haciendo parecer que daba pequeños saltos sobre mi lugar.
-El primero de diciembre podrás decorar como quieras, Bea -responde, pinchando mi burbuja de emoción.
Faltaban 30 días. Treinta fucking días para poder decorar.
Estoy indignada.
-Pero falta mucho... -me quejo.
-Tienes veinte años, Beatriz -alza ambas cejas, resaltado las arrugas en su frente-. Puedes aguantar un mes.
«Pero yo quiero decorar ahora.»
Cruzo mis brazos sobre mi pecho y no digo nada más. Ahora sabía de dónde había adquirido esa capacidad de no querer darle el gusto a alguien para hacer lo que quisiera o para admitir que tiene razón. Ella jamás da su brazo a torcer, pero yo solo cedía ante ella y solo ante ella.
¿Por qué? Porque le tengo miedo. Era ese miedo de ¿respeto? Si, podría decirse que es respeto.
-¿Qué esperan? -inquiere al vernos aún de pie-. ¡Tenemos un corto mes por delante y mucho por hacer! ¡Vamos, vamos, vamos!
Navidad no es solo una festividad más para nosotros. Es la festividad. En ella expresamos todo nuestro amor y cariño tanto hacia nosotros mismos como personas y familia, como a otras personas que suelen rodearnos.
Es una especie de recordatorio dónde todos merecen una oportunidad y nosotros tenemos la oportunidad de dárselas.
Crecer con esta tradición te abre los ojos para apreciar las cosas que posees y otros no. Mi familia siempre se encargado de brindar cariño a quienes carecen de él.
Desde que tengo memoria lo he hecho y se me ha enseñado que está época del año es en la que más bondad debo ofrecer y recibir.
Dicen que recibes lo que das y siempre he tenido la suerte de recibir ese trato de los demás.
Subo a mi cuarto y le doy inicio a mi cuenta regresiva hasta el primero de diciembre. Cruzo los dedos pidiéndole al universo que sea lo más rápido posible o me moriría de la ansiedad que siempre tengo este mes durante todos los años.