Cuando estás internado en un hospital público, debes compartir habitación con otros pacientes. Yo estaba en el área de pediatría y en mi sala habían niños con "enfermedades reales".
Sí, la gente usaba ese concepto cuando estaban a mi alrededor.
Porque las enfermedades reales matan a las niñas sanas de 14 años, no las enfermedades invisibles como la mía. Y yo estaba viva.
Recuerdo ese día a la perfección y, aún así, no sé cómo narrarlo.
Esto está costando más trabajo del que creí.
Luego de pasar un par de horas expulsando lo poco que quedaba de mi pobre estómago, los doctores me catalogaron como un caso severo que ameritaba estar bajo extrema vigilancia. Obviamente, no me lo explicaron con esas palabras.
Me llevaron a la que sería mi habitación y así empezó la semana más difícil de mi vida.
El niño de la cama frente a la mía tenía epilepsia. A mí izquierda estaba un pequeño de 7 años y no tenían idea de su diagnóstico, pero la vida se le iba de entre los dedos progresivamente. Un día tuvo una caída en el colegio y, en los próximos días, su cuerpo dejó de funcionar al 100%.
Estuve ahí, vi como moría poco a poco. Cuando llegué, aún podía hablar a un nivel más o menos entendible.
En la esquina contraria a mi cama, estaba un chico de mi edad. Pero no "tenía mi edad". Nació teniendo un padecimiento crónico y, al instante, su familia se enteró de que no tendría muchos años de vida. Su mamá se fue en cuanto pudo y jamás volvió a contactar con ellos. Su cuerpo no tenía la estructura convencional y su cerebro no trabajaba a un ritmo saludable. Hablaba con los ojos, con sus pestañas.
Llegó un día en que no pudo pestañear más. Yo estuve ahí.
Al llegar la noche, me di cuenta de que los padres en esa sala habían entablado una especie de relación amistosa. Llevaban más de un mes allí con sus hijos.
Intentaron acogerme, pero yo era un animal herido y no hubo mucho que pudiesen hacer.
Llegó la terrorífica pregunta:
— ¿Por qué estás aquí?
Y solté mi respuesta ensayada:
— Ingesta en sobredosis de fármacos sin prescripción médica.
La recuerdo a la perfección. Recuerdo sus rostros y el silencio que siguió.
Llegó la psiquiatra, a quien yo apodé cariñosamente como "Pose", por su cara de poseída.
Comenzó a hacerme preguntas. Respondí y ella rebatía todo lo que dije. No recuerdo eso, está borroso en mi memoria. Solo recuerdo este breve fragmento:
— En realidad ¿qué es lo que quiere que responda?
— Oh, yo no quiero nada, solo quiero que seas honesta.
Entonces pasó el señor P, luego de hablar con Pose. Mamá había regresado a casa con mis hermanos menores. Sé que se fue llorando.
— Tienes que arrepentirte.
Lo sé, señor P.
— Tienes que arrepentirte, no estuvo bien ¿querías llamar la atención? ¿Alguien te hizo algo?
— Nadie me hizo nada—. Dije, con voz muerta.
—¿Pasó algo en un libro que...?
— No. No pasó nada.
Y ahí es cuando llega la parte hilarante. Los otros pacientes tenían restricciones: No teléfonos, alteraciones en su dieta, etc, etc.
¿Yo? No leer en absoluto.
Los practicantes que iban a observarme cada mañana como si yo fuese una exhibición en un circo de singularidades, mostraban total estupefacción ante el risible hecho.
Antes de dormir ese primer día, cuando me tambaleaba Entre la inconsciencia y la vida, vi como el padre del chico con epilepsia, a quien llamaremos Matt, cerraba una cortina que rodeaba mi camilla para tener privacidad en mi sueño.
Nunca voy a olvidarlo. Aún quedaba gente buena.
Pero, un solo detalle: Yo no creo en la gente buena.
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Lo Agridulce De Septiembre
Non-FictionEl problema no es estar roto, el problema es no ser capaz de repararte. Cuando estás internada en un hospital, bastantes cosas pierden su valor y sentido. Septiembre me enseñó cosas, por ejemplo, matar a mi pesadilla. Pero, en el proceso, maté otra...