6. Cartas de amor

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Se supondría que ese sería un día especial para ellos, que pasarían todo el día en compañía del otro, disfrutando de la simple idea de estar juntos. Pero su amado llegó a la cita y traía consigo una cara larga, en conjunto con algunas malas noticias.

—¿Te irás? —no podía creer lo que estaba escuchando, tenía que estar equivocada, ¿verdad? Helmut no podía irse, no ahora.

—Lo lamento, mi padre quiere que...

—No —le interrumpió con firmeza, con ambas manos empuñadas y ocultas en su chaqueta.

—¿Cómo?

—No permitiré que me dejes

—No quiero dejarte; estaremos siempre en contacto, te llamaré cada tarde

—Las horas no son las mismas —y sabía que Helmut no era tonto, era consciente de ello.

—Dormiré escuchando tu voz, sabes que soy bueno en los desvelos —siempre lo fue, su compañía fue siempre lo único que le había ayudado en aquellas noches donde se sentía perdida.

La noticia, aunque como un balde de agua helada, le había llegado con decente anticipación, así que aún les quedaban algunas semanas juntos. Y ella pensaba aprovecharlas al máximo.

Tenían una cita especial cada fin de semana y pasaban el rato juntos cada día, incluso si era un tiempo de calidad en el parque cercano a su casa, cualquier momento al lado de Helmut era precioso y lo guardaría con especial recelo, pues serían su salvavidas cuando no pudiese abrazarlo.

—Natalia —estaba sentado en el pasto, con la peliroja recargada en su hombro y entrelazando sus manos.

—¿Uhum? —sin abrir siquiera los ojos, le indicó que podía continuar, que lo estaba escuchando.

—Mañana es... —ella suspiró y se incorporó, viéndolo a los ojos, que también denotaban el deseo de quedarse a su lado.

—Lo sé —acarició su mejilla—; y te tengo un regalo de despedida 

—¿Ah, sí, y qué es? —aunque sentía pena porque ese era el último día a su lado, se las arregló para hablarle con dulzura a la menor, también denotando curiosidad.

—Te lo daré mañana —explicó, dejando un beso en la punta de su nariz y volviendo a acomodarse en el hombro ajeno.

Si bien Helmut sentía curiosidad por el regalo, el hecho de que fuese de despedida le provocaba también un ligero malestar. No insistió porque no quería arruinar la sorpresa, ni mucho menos al tranquilidad del ambiente. Hizo lo posible también por no pensar demasiado en ello, pues lo más importante en ese momento era el disfrutar el tiempo al lado de el amor de su vida.

La noche cayó y ambos debían regresar a casa. Apenas y notó el tiritar de la peliroja, Helmut le ofreció su propio saco.

—¿No lo quieres de vuelta? —al llegar a casa de Natasha, que fue la primera parada de la pareja, ella intentó devolverle la prenda, pero él seguía negándose a tomarla.

—Quédatela, podrás recordarme con él

—Sabes que aún te veré mañana, ¿verdad?

—Y espero que te despidas de mí con él puesto, querida —con ambas manos en las mejillas de la menor, hablaba cerca de sus labios, acortando la distancia en pocos segundos para poder besarla.

Ambos se despidieron con la promesa de verse a la mañana siguiente; el último día que se verían, y aún así no les serían suficientes los cinco minutos, ni siquiera para despedirse, muchísimo menos para no sentir la falta en sus corazones.

La mañana siguiente llegó y Natasha no pudo dormir más de dos horas seguidas, porque la idea de perder a Helmut, de no tenerle a su lado, era insoportable; pero aún le quedaba algo pendiente, el regalo que ya le había prometido. Tomó su bolso y se aseguró de llevar consigo la prenda que todavía conservaba el aroma de su colonia.

Llegó a casa del alemán y fue recibida por su madre; agradecía aquello, porque incluso si decía que no culpaba a nadie, seguía algo molesta con el padre de Helmut. Hilda Zemo, tan dulce como siempre, le invitó un panecillo y una bebida caliente mientras esperaban a que su pareja terminara de acomodar sus pertenencias para el viaje. 

El lugar se veía especialmente vacío, la mujer le comentó que la mayoría de artículos ya estaban camino a Alemania mientras ella recorría la sala de estar, llenando los faltantes con su memoria. 

—Llegaste —apenas y abrió los labios para cuestionarle a la madre de Helmut cuánto tiempo se quedarían y él salió, interrumpiendo su propósito—, y trajiste mi saco —la sonrisa del más alto, que había adornado su rostro en el momento en que cruzaron miradas, se iluminó al notar ese pequeño detalle

—Te dije que lo haría —entonces se acercó a el, lo besó rápidamente y se aferró a su torso, abrazándolo durante un par de minutos.

Al menos los que les quedaban hasta que el padre de Helmut llegase, pues en cuanto ese viejo auto tocara la entrada debían salir, eso si no querían perder el vuelo. Cuando el inconfundible claxon de Heinrich Zemo inundó sus oídos, su corazón dio un vuelco, la partida de la mitad de su alma estaba cada vez más cerca.

En el auto todo era, primordialmente, silencio; los padres de Zemo en el asiento del piloto y copiloto mencionaban ocasionalmente algún arreglo que tendrían que hacer al llegar, o quizá un sitio por visitar, mientras ellos se limitaban a tomarse de la mano y, de un momento a otro, mirarse mientras hacían caras o simplemente sonreían el uno al otro.

Natasha los acompañó hasta donde le era permitido, y cuando estaban a nada de ser separados por los protocolos del aeropuerto plantó sus pies al suelo, deteniendo por efecto dominó a Helmut.

—¿Estás bien? —él mismo parecía arrepentirse al instante de haber preguntado, pues sabía que realmente no lo estaba, no del todo.

—No, yo... Aún no te he dado tu regalo —ante la mirada preocupada del alemán, se apresuró a buscar entre los dobleces internos del saco, más específicamente uno que bien podría funcionar como bolsillo extra; no le tomó mucho dar con el pequeño bonche de sobres— Aquí —estaban en perfecto estado, casi no parecía que llevaban casi media hora en su saco.

Helmut los recibió e inspeccionó curioso, notando que despedían exactamente el mismo aroma del perfume de su amada; estaba a nada de abrir el primero pero la delicada mano de Natasha lo detuvo.

—No todavía

—¿Qué tienen dentro?

—Algunos pensamientos, historias, también un par de fotos de estas últimas semanas; las estuve escribiendo cada día al llegar a casa, por eso insistía tanto con las fotografías —aquel último comentario lo susurró, dándoles más privacidad al cubrir el costado de su rostro con la mano.

—¿Entonces también hay fotos?

—Hay de todo, cariño; son cartas de mi yo de estas semanas para ti, de las próximas —no sabía cuántas, pero si tenía suerte no serían demasiadas.

Helmut guardó todos esos sobres en el equipaje de mano que llevaría consigo en el avión y estrechó a la peliroja entre sus brazos. De nuevo, ninguno de los dos quería romper aquel abrazo, el que sería el último por un buen tiempo.

—Solo... No me olvides —pidió a pocos centímetros del rostro del más alto antes de besarlo y guardar ese sabor en lo más profundo de su memoria.

—Jamás podría.

Fʟᴜғғᴛᴏʙᴇʀ [2021]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora