Entre memorias y letras

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Los golpes del martillo resonaban en todo el cuarto, contundentes y demoledores, mantenían un ritmo tranquilo, un compás fúnebre.

-Ya estoy aquí, mi amor –decía –ya estoy aquí, mi amor- repetía.

Entre subidas y bajadas el martillo continuaba su mortífero trayecto sin cesar. Pequeñas gotas salpicaban todo el cuarto. Gotas, gotitas que al poco tiempo se volvieron un río de líquido vital.

Tanto estruendo alarmó a todo el barrio. La policía no tardó en asistir a aquel sitio donde el retumbar del martillo mantenía expectantes a todos los curiosos. Los agentes; cuatro policías jóvenes que parecían recién salidos de la academia, se acercaron lentamente al lugar. Un escalofrío recorrió sus cuerpos antes de derribar la puerta. Uno, dos, tres... tras tres impactos la puerta cedió, la casa estaba oscura y un pequeño destello luz se avistaba al final del pasillo. "Algo no anda bien" pensaron al unísono los cuatro policías, no por la falta de iluminación o por el macabro aspecto que tenía el interior de la casa, lo que los incomodaba de sobre manera, era el incesante martilleo, constante, penetraba los oídos de los agentes a medida que se adentraban en la casa. La respiración se les tensaba cada vez más. Por fin llegaron a la entrada del cuarto de dónde provenía la luz, la puerta estaba cerrada. Ninguno se movía, permanecieron congelados unos cuantos segundos, mientras el martilleo continuaba con su macabro ritmo.

-Esto es ridículo –dijo uno de los agentes –somos de la Policía Nacional, nos entrenaron para afrontar cualquier cosa y estamos temblando ante... ¡ante una simple puerta! –lo último casi lo gritó. El resto entendió el alza de voz como un llamado de atención a lo absurdo que había sido el terror que les causó entrar a la casa, sin embargo, para el que habló, no era más que una forma de ahuyentar el pánico que sentía.

Todos se miraron con decisión y, como recordando que eran policías, entraron con cierta despreocupación. Fue un error, un error que los perseguiría toda su vida y haría que uno se suicidara unos meses después. Al entrar el terror invadió sus rostros. La escena sobrepasaba a cualquier película de horror.

En el centro de la habitación, se veía a un chico con un martillo destrozando lo que una vez fue el cráneo de un ser humano, mientras, sin inmutarse por la presencia de los policías, el chico repetía "ya estoy aquí, mi amor". Alrededor de ese perturbado joven, a la izquierda, se encontraba un hombre derretido en ácido con una mordaza en su mandíbula; a la derecha, se hallaba otro tipo con varias partes de sus brazos y torso sin piel, dejando entrever la carne al rojo vivo.

La sorpresa era inmensa. La escena era tan espeluznante y aterradora que era casi imposible salir del shock inicial. Mientras los agentes repasaban constantemente cada rincón del cuarto, en el centro, el joven continuaba con su monótona, y macabra, línea.

-Ya estoy aquí, mi amor.

-Ya estoy aquí, mi amor.

-Ya estoy aquí, mi amor.

-Ya estoy aquí, mi amor.

-Ya estoy aquí, mi amor.





El sol resplandecía majestuoso en la cima de su trono celeste, el césped verde, el viento refrescante, todo era maravilloso en la altura de esa pequeña colina.

-Te costó mucho llegar hasta aquí, ¿verdad? –dijo Ariana con una sonrisa burlona en la cúspide de la colina.

-No fastidies- respondió Antonio tratando de recuperar el aliento.

-Vamos amor, no me vas a decir que subir esta pequeña cuesta acabó por completo contigo- le pasó una botella con agua –¿Cómo piensas llegar a la cima del Pichincha? –cuestionó con seriedad fingida.

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