¿Existen los ángeles?
La respuesta será un misterio para muchos. Algunos niegan su existencia porque les aterran; unos creen en ellos, pero no en su fuerza y poder; otros ,en cambio, con solo agudizar sus sentidos en este mundo acelerado, perciben las batallas entre los guardianes del universo y los ángeles caídos, luchas sin tregua suspendidas en el aire, dos milicias peleando la obediencia de la humanidad.
Sin embargo, otra guerra se libra en la tierra. Una siniestra raza habita entre nosotros manipulando y corrompiendo a hombres sedientos de poder: Los Grigori. Ellos se revelaron al no cumplir su misión y sedujeron a cientos de mujeres dando vida a la nueva especie: Los nefilim, creadores de las ciencias prohibidas.
Muy pocas personas son escogidas para derrotarlos. Y yo, sin proponérmelo, fui elegida.
Desde entonces, comencé a creer en ellos; en los ángeles blancos y negros.
***
Un escalofrío recorrió mi espalda confirmando mis sospechas. Sabía que estaba vigilándome.
Elevé una plegaria al cielo y aligeré mis pasos con dificultad. La abultada gabardina encerraba mi cuerpo y reprimía cualquier movimiento que no fuera un caminar con garbo. No fue una brillante idea tratar de ocultarme en ella.
Sin importar el esfuerzo que requeriría, reuní valor y paseé la mirada en todos los rostros que estuvieron a mí alcance, en busca de aquella sensación tan perturbadora, pero ninguno parecía reparar en mi presencia.
«No pienso, ni quiero, jugar a las escondidas», medité.
Me dirigí hacia la primera estación del metro que distinguí, esquivando a un desfile de hombres y mujeres que pasaban a mi lado. Bajé las lúgubres escaleras decoradas con vulgares grafitis de un verde eléctrico y agudizando mis sentidos esperé el tren, ocultándome entre dos ejecutivos. Uno de ellos revelaba su talento para pasmar en el aire perfectos círculos de humo con su cigarrillo, al mismo tiempo que fingía seguir la conversación de su colega.
—No deja de ser noticia, Robert. Ayer reportaron dos asesinatos y de nuevo las víctimas fueron identificadas con el mismo nombre —expresó, ajustando el nudo de su corbata— Deben hacer algo…
La voz del hombre pasó a ser un murmullo apagado con la llegada del metro. La sola idea me aceleró el pulso y me estremecí al pensar en las jóvenes asesinadas sin culpa alguna. Exterminar de ese modo, solo podría ser obra de Rosemary. La cabecilla de los nefilim me estaba dando una advertencia.
«No tienes idea de lo que has hecho, maldita. Volveré y vengaré tu muerte», recordé sus palabras cuando logré aniquilar en la hoguera al último Grigori. De seguro el resultado sería otro si Rosemary hubiera llegado a tiempo en aquel instante.
Sacudí mi cabeza y miré hacia las escaleras por última vez. Entré al repleto vagón sin reparar en el abucheo de quienes empujaban, rogando no quedarme fuera. Necesitaba acomodar mis ideas; requería ayuda, sabiduría.
Las puertas del metro se cerraron con brusquedad y mientras me sostenía en una de las barras la vi a través de la ventana.
Una llamativa mujer hizo voltear a todos en el vagón, incluso al ejecutivo regordete que no dejaba de hablar. Rosemary resumía, con su vestido escarlata y su piel cremosa y aceitunada, la esencia de la ciudad: bohemia y elegante. Ella era una tentadora belleza que dominaba a quienes se lo permitían, convirtiéndola en un ideal.
Con desenfado y consciente de que todos le miraban, dejó florecer una sonrisa altiva y perversa en sus tiernos labios. Advertí que no se encontraba sola. Un joven rubio parecía custodiarla y dejaba apreciar bajo su ropa ajustada unos apretados músculos.
«Es fuerte pero no ágil», murmuré al estudiar al hombre físicamente.
El metro comenzó a moverse acelerando su marcha en los canales enterrados bajo la capital y antes de perderla de vista, sus ojos grises se cruzaron con los míos.
Su mirada punzante me entregó un mensaje implícito; con otra mirada, le devolví mí respuesta. Por primera vez le tenía miedo y peor aún, me sentía sola. Reprimí mi deseo de correr una vez que el metro se detuviera.
—Huir nunca es la salida, señorita Lee —dijo alguien dejando un vapor a nicotina.
Lo miré atónita tratando de disimular mi agitación pero fue en vano y el empresario, que según entendí se llamaba Robert, me sonrió. Antes de que pudiera atacarlo con decenas de preguntas que pasaban vertiginosamente por mi cabeza, me tomó del brazo, se acercó a mi oído y continuó:
—¿Pensaste que estabas sola? Jamás lo has estado. Hasta hoy convocas mi presencia con fervor, mujer. Soy tu guardián —hizo una pausa—. Y sí, nos pueden ver, por el momento. Aprendí a fumar en los sitios que solías frecuentar. A mí no me hacen daño, recuerda que no soy humano —señaló a su compañero—. Él, por el contrario, sí lo es— respondió leyéndome las interrogantes que se iban formando, pero la sorpresa no me permitía articular palabra.
—Sí, sí que puedo leer tu mente…
Palidecí.
—Señorita Lee, puedo responder todos tus cuestionamientos luego, pero por el bien de todos, es mejor que recuperes tu cordura. Estamos a punto de llegar y lo que nos espera no es nada agradable, te lo aseguro —concluyó dedicándome un me hizo un guiño, que lejos de hacerme sentir inquieta, me inundó de tranquilidad.
Respiré de nuevo.
No hubo necesidad de probar que me decía la verdad. Al menos por ahora, me estaba protegida. Las puertas del vagón se abrieron. Y antes de que pudiéramos salir a la superficie, un aullido ensordecedor amenazó con explotar nuestros oídos.
La ira de Rosemary estaba por desatarse. Y yo era la elegida para destruirla. Me gustase o no.