El espantoso sonido que hacía la flauta de mi vecino de al lado me despertó malhumorada. Me entraron ganas de bajar y picarle para decirle que la tocaba como si la tubería metida en la nariz, pero era un niño de 10 años, todavía inocente y con muchas cosas por aprender. Busqué mis auriculares por toda la cama pero no los encontraba. Me estaba estresando aún más. Cogí la almohada y me la puse encima de la cabeza, apretando los lateras encima de mis orejas para no escuchar nada. Cuando por fín conseguí relajarme, picaron a la puerta. Esperé a que mi madre abriera pero no hubo respuesta por su parte así que supuse que se habría ido a trabajar. Mi hermana tampoco estaba, por no decir casi nunca. Era independiente, al contrario que yo. Y es algo que nunca me ha gustado, pero no podía evitarlo. El timbre volvió a sonar y pensé en hacerme la dormida hasta que se cansara quién estuviera ahí afuera, tocando las narices a las nueve de la mañana.
Pasaron diez minutos y en esos mismos diez minutos, pensé que el timbre se iba a desgastar de tanto darle. Baje de golpe de la cama, a punto de estallar y cuando llegué al portal, abrí la puerta de golpe.
–¿Se puede saber que es lo que quieres?
–Hola a ti también –Dylan se hizo el ofendido pero no aguantó mucho y se puso a reír. Obviamente, de mi cara todavía dormida. Yo permanecí seria.
–No tienes muy buena cara –me dijo a la vez que entró a casa con una bolsa de plástico en cada mano.
–Vaya, ¿no me digas? No me había dado cuenta.
No tenia ganas de bromas, solo quería dormir de una vez.
–¿A que viene tu malhumor? Ayer estabas genial.
Dylan colocó las bolsas encima de la mesa de la cocina.
–La diferencia es que hoy tengo sueño –me tapé la cara con las manos para que dejara de mirarme y reírse de mí. La verdad es que no tenía muy buen aspecto.
–Veo que no eres muy buena madrugadora –seguía riéndose.
–¡Para ya, Dylan! –me quejé.
–¿Qué he hecho ahora? –dijo riéndose.
–Reírte –me crucé de brazos.
–¿No me puedo reír?
–No de mí.
–No me estoy riendo de ti, es solo que... me haces gracia.
Esta vez sonrió para aguantarse la risa.
–Vete a la mierda.
Me lo quedé mirando y acabé riéndome también.
–¿Qué has traído? –le pregunté a la vez que me acerqué a una de las bolsas.
–Ah nada, es que al salir a correr he visto unas magdalenas y no he podido resistirme. Pensé en traérlas para desayunar.
–Genial. Pues manos a la obra, entonces.
Nos pusimos a comer y a hablar sin parar. Estuvimos toda la mañana haciendo payasadas y riéndonos como locos. Todo estaba demasiado bien. Y entonces recordé cuando Dylan desapareció por unos días, sin dejar rastro, sin darme explicaciones y el beso con esa chica. Empecé a pensar que todo esto era una farsa y que estaría acostumbrado a hacerlo con todas para ligar, supongo. Odiaba la sensación de ser utilizada y noté como todo se volvía incómodo. Necesitaba hablarlo de una vez con él, aclarar mis dudas y ver si realmente está jugando a ser el chico bueno con todas o no.
–¿Dylan te puedo preguntar algo?
Estaba nerviosa y no sabía el por qué. Tal vez su respuesta me asustaba.