El altar de la sangre

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1 de diciembre de 308.
Hogar de Reos, localidad de Bainwest.

El frío es intenso, tanto que, por debajo de mi desgastado abrigo de lana, consigue introducirse por mi piel y hacer temblar mis huesos. Toda mi vida he amado este clima, llegar a mi hogar y sentarme frente a la lumbre junto a mi abuela para escuchar sus historias se había convertido en mi día a día. A veces, sólo cuando echa atrás su cabeza y da un profundo suspiro, pienso que me está mintiendo. Nana Greta es demasiado vieja para acordarse de su infancia a la perfección, aún así, es capaz de definir hasta la ropa que llevaba ese día.

Papá suele darme un golpe en la cabeza cuando las preguntas no dejan de salir de mi boca, deseo saber más de Nana y sus recuerdos como criada para el rey Kilon, pero nunca me lo permiten y siempre acabo recogiendo leña para que el fuego no se acabe junto a Neil, mi hermano.

Él es tres años mayor que yo, una expresión seria siempre recorre su rostro y, en mi vida, solo le he visto sonreír tres veces: la primera vez fue cuando era un bebé; la segunda, tan sólo hizo una mueca amable hacia nuestra Nana en el momento que le compró su primer traje de soldado; y, la tercera y última, cuando Oppei June le declaró sus sentimientos antes de ser deportada hacia Lukai.

Por una parte, entiendo su necesidad de mostrarse frío e inquebrantable frente a todos. Es el mayor, pronto será el general del ejército del príncipe Kon y necesita dejar atrás su vulnerabilidad para protegernos. Al menos, eso es lo que me explicó mi madre antes de abandonarnos. Aunque todos sabemos que Neil tiene el corazón más dulce de la familia.

La nieve se enreda en mi cabello castaño conforme me abro paso por el gran bosque, mi piel no deja de erizarse cada vez que algún arbusto se sacude por el viento y estoy segura de que los lobos del duque Jilo están cerca gracias al insoportable olor de los cadáveres. Estoy aterrorizada.

Los lobos blancos no me dan miedo, pues sé que jamás podrían hacerme daño. No son ellos los que me provocan pesadillas y nudos en la garganta, por el contrario, es la penetrante mirada de Jilo cada vez que nos encontramos entre los árboles. Su cabello es tan negro como la propia noche, tiene la edad de Neil y sus ojos son claros y gélidos como el hielo.

En ocasiones he sentido la necesidad de preguntarle en qué está pensando, no obstante, la sangre de sus manos me asusta y acabo siguiendo el camino sin que nos dirijamos la palabra. El misterio lo rodea como un abrigo y no soy capaz de seguir aguantando la mirada. He escuchado los rumores que corren por la aldea y no sé que pensar cuando afirman que no tiene alma. Su voz es desconocida para todos, pero su presencia parece hablar a gritos, terroríficamente.

Sin embargo, no es hasta ésta noche cuando me percato de que el miedo es algo estúpido.

Debería poneros en contexto de cómo he acabado sola en medio de la niebla y la noche, pero es más sencillo explicaros que la vida en el reino no es nada fácil, al menos desde que el rey Kilon fue ejecutado por su hermano y los cazadores comenzaron a formar parte del gobierno de las aldeas. Están sedientos de sangre, pues adoran servir al dios Reus con las entrañas de los infieles. 

Nana siempre ha tratado de protegerme de ellos y desde pequeña he formado parte de los cultos, aunque aquello no ha conseguido que el pecado nos destruyera. Al menos, eso me explicó el primer cazador que irrumpió en mitad de la cena. Seguidamente, una flecha atravesó la cabeza de mi anciana abuela, quien, en un último suspiro, me suplicó que corriera lo más rápido que pudiera.

Intento no tropezar con los troncos congelados de la tierra, las lágrimas secas ensucian mis mejillas y, esta vez, no sólo es Jilo quien anda por el bosque lleno de sangre. Mi mente no deja de posarse sobre los ojos sin vida de Nana, por lo que siento como estoy apunto de vomitar la poca comida que he conseguido ingerir antes de que los asesinos saquearan mi hogar.

Necesito encontrar a Neil, pero la aldea no es un lugar seguro y tampoco estoy segura de si está vivo.

Una nueva flecha se clava en la madera de un árbol, el sonido suave que hace cuando la atraviesa es suficiente para obligarme a correr más rápido y aguanto el grito de desesperación que amenaza por salir de mi garganta. 

Cazadores. 

Cazadores de personas.

Dejo de sentir el frío y el calor de la adrenalina se abre paso por los poros de mi piel. Mis músculos duelen y pienso que están apunto de deshacerse, no obstante, esto último no ocurre nunca y mi pie se engancha en un cepo de hierro. Este se cierra instantáneamente y traspasa la carne como si fuera goma.

Jamás he sentido el dolor que me recorre, el nervio palpitando en mi cabeza y mi cuerpo cayendo por el fuerte mareo que me consume. Suelto un grito ahogado por mi mano, intento soltarme inútilmente y dejo de sentir la pierna. Mi llanto no es audible, la respiración agitada me ahoga y, antes de desmayarme por el miedo y el sufrimiento, alcanzo a encontrarme con el gélido iris del duque.

—Hildegard.

Mis oídos captan su voz por primera vez, susurra mi nombre mientras se arrodilla y libera mi pierna con esfuerzo. No dejo de retorcerme de dolor y sus brazos no tardan en rodearme para incorporarme. Debemos irnos.

—No me hagas daño.—Mis dedos se aferran a su camisa oscura con fuerza y mi súplica lo deja confundido por unos cortos segundos. No consigo ponerme en pie para escapar y la tensión aumenta cuando las pisadas de los cazadores se hacen más fuertes.

Jilo susurra algo que no comprendo antes de levantarme en sus brazos, el dolor me nubla la mente y, bajo el gruñido de los lobos que comienzan a rodearnos, me desvanezco.

Nana me suplica una vez más que escape.

Pero ya es demasiado tarde.

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