Aracne

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Edgar salió a la terraza a fumarse un cigarrillo de marihuana, escondiéndose en las penumbras de la noche y la brisa húmeda que le ofrecía Cuyinhue. Inhaló el humo, aguantándolo apenas unos segundos antes de expulsarlo como una enorme nube grisácea.

Había una luna preciosa aquella noche e imaginó que lo iluminaba a él nada más, se sintió poderoso. Edgar, el rey del mundo. Por fin podía decir que era libre, que era un hombre grande, independiente y valiente. Mientras disfrutaba la fría brisa sureña, su mirada se posó casi sin querer en las vigas de la casa.

― ¡Ah, carajo! ― masculló de repente. La sorpresa fue tal que las cenizas de marihuana fueron a dar al piso.

Vio una enorme telaraña ubicada en una esquina oscura de la terraza, y bailando bajo ésta, la trabajadora tejedora que ni cuenta se había dado de su presencia.

Y es que si había algo que odiaba Edgar era a las arañas. No había una explicación lógica, un suceso traumático digno de mencionar o un mínimo motivo que pudiese explicar su repulsión. Era tan así que bastaba con echarles un ojo y el joven se quedaba paralizado con la mirada fija en las ocho patas peludas del arácnido.

Apagó el cigarrillo con los dedos, preparado para entrar a la calidez de su hogar, dejando a la asquerosa araña en la soledad de su tejido. Se rió de su estupidez, mira que pelearse con un ser tan minúsculo que ni notó su temor.

Para sentirse mejor decidió que seguiría disfrutando de su merecida independencia. Edgar y Stefano Pacheco eran los únicos hijos de un matrimonio de viñamarinos llenos de amor y buenas intenciones, pero que, por alguna razón, cada demostración de cariño recibido hacía sentir mal a Edgar. No porque no amara a sus padres, que sí lo hacía, sino más bien porque en su fuero interno él sabía que no lograba sentirlo con la misma intensidad. Conclusión, estaba convencido que no merecía tanto amor.

Por otro lado, su hermano menor Stefano, tenía una personalidad mucho menos taciturna y nadie se equivocaría en decir que los hermanos Pacheco representaban perfectos polos opuestos. Sin embargo, los cinco años de distancia etaria y la diferencia en sus personalidades no los había alejado jamás. Incluso, cuando Edgar se atrevió a expresar, por fin en voz alta, su deseo de vivir sin la constante supervisión de sus padres, Stefano quiso acompañarlo con esa actitud leal que le caracterizaba.

Sólo Dios sabe lo mucho que Edgar deseaba ser como Stefano, pero no lo conseguía. Mientras Stefano irradiaba extroversión, Edgar era melancólico. Mientras Stefano tenía variados grupos de amigos en cada comunidad a la que iba, Edgar no poseía ningún vínculo significativo. Mientras Stefano había terminado su primera novela de terror a los veintidós años, Edgar se aproximaba a los treinta con ningún éxito sobre sus hombros.

No lograba justificar ese intenso amor que mamá y papá profesaban sobre él, cuando sentía que les había traído nada más que decepciones. ¡Además ahora, querían ayudarlo a buscar una casa bonita en la cual irse a vivir!

Edgar Pacheco quiso irse al sur de Chile, en una localidad perdida en alguna parte de la Región de Los Ríos. Y su hermano Stefano lo siguió con toda la felicidad del mundo, al fin viviría una nueva aventura con su hermanito.

Poco importaba la pandemia si él debía escaparse al fin del mundo para probarse que era un hombre hecho y derecho.

Así fue como cumplieron tres semanas en una casita un tanto alejada del resto de la gente de Cuyinhue. Estaba construida de madera, pintada de un rojo fuego, dos habitaciones y un baño. Se las arrendó la señora Patricia, que no tuvo reparos en confesar que hace varios años que no ponía un pie en ella, por lo que un mes antes de la llegada de los Pacheco tuvo que ser desparasitada lo mejor posible. Aunque sí a la señora Patricia le importarán más las personas que el dinero, no habría evitado mencionar los secretos de aquella casita.

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