⇢ único.

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En cada ciudad o pueblo alrededor del mundo es bastante esperado encontrarse al menos un café. El tipo de café es muy variable, yendo por las cafeterías de cadenas comerciales y acabando por los negocios familiares que se enfocaban en un servicio más cálido y casero.

Éste era el caso del café Amaranthine, perdido entre las callejuelas de un pequeño pueblo de Daegu, no el único en su especie pero el favorito de la mayoría de la población por razones distintas. Era un café como cualquier otro, reducido y acogedor, con el menú plagado de bebidas y alimentos hechos por los mismos dueños con recetas caseras que venían pasándose de generación en generación.

Aquel también era otro de los atractivos de Amaranthine: el café llevaba décadas en el negocio y durante todo ese tiempo nunca había pasado a manos de nadie que no fuera un descendiente directo de la familia Min. Muchos habían intentado comprar el local o la propiedad, pero todos habían fallado.

Luego de casi un siglo y de tantos familiares tomando el control, la cafetería finalmente había caído en manos de Min Yoongi, el único hijo del anterior dueño. A su parecer no había mejor trabajo para él en aquella villa que solo encontraba su carisma en lo familiar, pero también era una de las cosas más aburridas que podía haberle tocado hacer.

Todos los días era lo mismo. Abrir a las seis, ubicar y limpiar las mesas, poner la repostería en el horno o tras el cristal del mostrador, atender a los mismos clientes que tenía años conociendo, cerrar a las siete.

Pero la tremenda monotonía había tenido su recompensa con la llegada de un muchacho con pinta de extranjero que cruzó la puerta una mañana pidiendo un café expresso con un brownie. Era alto hasta el punto que su cabello rozaba la campanita sobre el marco de la puerta y su cabello oscuro siempre iba peinado de una manera que dejaba a la vista su frente y sus pobladas cejas.

No lo supo al momento, pero los rumores no tardaron en alcanzar sus oídos y terminó por enterarse de que se trataba de un chico que no llevaba mucho de vuelta en Corea luego de pasar años en Inglaterra y que estaba buscando un lugar donde asentarse al menos por un tiempo. Siempre vestía con grandes gabardinas y a veces se podía escucharlo maldecir o murmurar en inglés.

Era, sin duda alguna, el tipo más hermoso que había visto en su vida. No parecía muy justo para el resto de la humanidad que solo un hombre se hubiera quedado con semejante belleza y al mismo tiempo, con los labios más imposiblemente carnosos. Tenía una forma elegante de sonreír y levantar su taza para beber, algo cautivante en su voz que siempre sonaba articulada y medida.

Considerando el tipo de pueblo en el que había ido a parar, Yoongi se esperó que finalmente terminara por marcharse en busca de un lugar más interesante, pero no fue el caso; apenas un día después el precioso extraño volvió a ingresar a la cafetería para hacer su pedido, esta vez cambiando el brownie por unas magdalenas. No fue hasta la cuarta ocasión que Yoongi se permitió tener algo de esperanza y, aún más importante, dirigirle la palabra aunque no fuera estrictamente necesario.

Dudó bastante, mientras le servía el café, pensando en cuál sería la excusa perfecta para sacarle la conversación, cuando sus ojos cayeron en una pareja sentada en una mesa en la esquina del local, conversando con las cabezas juntas y soltando risitas que incluso él podía escuchar desde su posición. La mesa era igual a todas las otras, al menos superficialmente, pero guardaba un secreto.

—¿Es verdad lo que dicen? ¿Vienes del extranjero? —empezó Yoongi, posando con cuidado la taza con el café sobre la barra frente a él.

—Sí, no llevo mucho de vuelta —respondió el muchacho sin prestar atención, sus ojos parecían concentrados en unos panfletos que el comité vecinal le había pedido que entregara.

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