Sangre

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Sangre.

Roja.

Húmeda.

Pegajosa sangre.

Empapaba el suelo delante de la entrada. Se regaba por todo alrededor. Parecía no terminar nunca. Dibujaba un rastro hacia el interior de la pequeña cabaña.

La niña siguió el rastro, retrasándose en la espera de tan catastrófica revelación. La sangre la guió a través de la lustrosa puerta. Temblaba; mas no hacía frío, era una templada noche de julio. La brisa era fresca y aún olía a manzanas maduras. Las flores seguían aferradas a la vida, pero definitivamente la muerte anidaba en ese lugar. Hedía a desolación.

La niña se acercó lentamente. Sabía lo que encontraría, pero aún así gritó. Un grito tan estridente y desgarrador que los vidrios vibraron, y la misma luna pegó un respingo.

El dorso de su blanca —blanquísima— mano reposaba apoyado en el suelo de madera desgastada. Y era lo único blanco visible en la estancia. El resto de su cuerpo se escondía bajo una espesa capa de repugnante color carmesí, brillante a la luz del fuego que chisporroteaba en la chimenea. Un caldero burbujeaba a causa del calor, derramando pequeñas gotitas de lo que hubiera podido ser la cena de esa noche, llenando la habitación de un especiado perfume que luchaba inútilmente por imponerse al hedor de la muerte.

Giselle sintió que un nudo comenzaba a formarse en su garganta, mientras su mente conjeturaba poco a poco lo sucedido allí, mientras sus ojos reconocían vagamente el cadáver de su madre en el suelo. Sintió su pulso acelerándose, la agitación que dificultaba su respiración. Su vista comenzó a nublarse, y apenas atinó a sentarse en el suelo y poner la cabeza entre las manos. Las lágrimas que habían estado escociendo en sus ojos se deslizaron por entre sus dedos en un llanto profundo y constante.

De este modo estaba, sentada en el suelo cerca de la entrada de su casa, con la puerta abierta y el cadáver de su madre a sus espaldas, cuando Liam la encontró. Habían estado juntos todo el día, y sólo se habían separado para volver a casa a cenar.

—¡Giselle! —exclamó en un acceso de preocupación—. Estás bien, estás bien.

No era una pregunta, era una afirmación que buscaba convencer a la chiquilla. Un mantra que se repetía a sí mismo para tratar de creer en sus palabras.

Levantó la barbilla de su amiga y leyó dolor en sus ojos. Pensó en que jamás había visto a un bebé oso, solo y perdido en el bosque, sin su madre; pero ahora estaba seguro de que, si alguna vez se cruzaba con uno, lo reconocería sin dudarlo un instante, sólo por la expresión de sus ojos; supo que tendría los ojos de Giselle.

Giselle intentó hablar, intentó explicar lo sucedido, pero el nudo en su garganta detuvo las palabras antes incluso de que éstas hayan sido concebidas en su mente. Sólo escapó de sus labios un débil quejido, semejante al que proferiría un animal gravemente herido.

—Lo sé, ya sé —susurró Liam—. En casa también. Supongo que podría decirse que tuvimos suerte. No estábamos aquí cuando sucedió.

Y añadió lúgubremente:

—Estaríamos muertos en este momento.

Giselle sólo se limitó a asentir, no tenía fuerzas para nada más. Liam acercó su mano al rostro donde aún podían verse las frescas lágrimas, y rozó suavemente la aterciopelada mejilla con el dorso. Apreció el frío que se desprendía de ese cuerpo, como si la llama que lo animaba se hubiera fugazmente apagado de un soplo.

Liam entró en la casa, se dirigió directamente al sofá, con la cabeza en alto para no ver lo que yacía en el suelo, y tomó un grueso abrigo colgado en el respaldo. Al pasar nuevamente junto al cuerpo inerte notó un pequeño brillo, apenas visible entre tanta sangre. Se agachó y recogió un pequeño objeto cerca de donde solía estar el cuello de la pobre mujer, y lo guardó en el bolsillo de su camisa.

—Vamos, estás helada —dijo Liam mientras la abrigaba torpemente—. Supongo que no querrás comer nada, ¿verdad? —agregó titubeante.

Giselle se limitó a negar lentamente, moviendo su cabeza de lado a lado. Su mirada estaba fija en las palmas de sus manos, en una especie de fascinación estúpida. Súbitamente levantó la vista, alcanzando los ojos de Liam. Permanecieron así, sólo mirándose. No necesitaban palabras para comunicarse. No luego de tantos años y tantas experiencias vividas, no luego de lo que había sucedido esta noche.

—No te preocupes. Yo también tengo el estómago revuelto. Ya buscaremos algo cuando necesitemos comer —afirmó, intentando parecer despreocupado.

Tomó con firmeza la mano de la niña; y comenzaron a caminar casi instintivamente en dirección al manzano. Éste se alzaba en el centro mismo del pueblo, y solía ser lugar frecuente de reuniones e intercambios entre las gentes, antes de que esto pasara. Más allá de la comodidad y belleza, más allá de las facilidades prácticas, ese árbol constituía un símbolo para la aldea entera, un lugar que consideraban seguro.

Ahora todo había cambiado. Ahora ese árbol era lo único que se mantenía incólume ante el horror. La desgracia había asolado aquel sitio, pero ese árbol todavía otorgaba sus frutos, todavía regalaba sus perfumadas flores, seguía tercamente vivo a pesar de todo. 

A su sombra, el muchacho extrajo un objeto de su bolsillo y lo limpió serenamente en su camisa. Era un antiguo medallón, con un hermoso broche recamado en oro. Un delicado resorte permitía la apertura, mostrando en su interior la fotografía de una joven y hermosa mujer de cabellos dorados, que sostenía en sus brazos a un bebé, una tímida sonrisa en sus labios.

Al verlo, una lágrima rodó rápida por la mejilla de Giselle, y se perdió en el cuello del denso abrigo. Levantó su abundante cabello con un grácil movimiento, para permitir que Liam abrochara la alhaja rodeando su cuello.

Sólo se necesitó un minuto para que la determinación aflorara en sus almas. En una calurosa noche de verano, un niño y una niña temblaban tomados de la mano. La tierra se sentía tibia bajo las plantas de sus pies, pero sus corazones habían sido traspasados, endurecidos por el hielo del abandono.

Cerraron los ojos y juraron solemnemente no descansar jamás mientras la maldad siguiera suelta, mientras esas horrendas criaturas siguieran cobrándose víctimas inocentes. Juraron por lo más sagrado vengar la muerte de su pueblo. Sin embargo, sólo la luna puede dar fe de este juramento; porque ellos eran los únicos seres humanos vivos en kilómetros a la redonda.

Mi sangre en tus venas [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora