El invitado

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―Suéltame ―ordena.

La lengua pegada al paladar, la boca seca con sabor a metal; los ojos por dentro, bajo los párpados, llenos de piedrecillas azules que le cambian el color de la cara.

―¡Suéltame! ―grita con los cabellos pegados de sudor en la frente y el aliento vuelto angustiada curiosidad.

Sentado como está a los pies de su cama se nota desnudo e indefenso; solo lleva puestos calcetines desiguales, uno de ellos le aprieta el tobillo derecho. Nadie en su casa, nadie en la calle, solo habita en su garganta la palabra "ayuda", que cada tanto le roza las amígdalas y le raspa la tráquea antes de salir por su boca.

―¡Suéltame! ―sus manos a los lados de la cama empuñan con inusitada fuerza las sábanas―. ¡Ayuda!

Está atemorizado, casi inmóvil, su figura reflejada en la ventada es la única que le asegura, que ya no está soñando. Aunque a través del vidrio no entra viento, la habitación se siente cada vez más y más helada... Quizás sea porque al pobre con cada súplica el calor de la vida lo abandona, pues vertiginosa su sangre fluye hasta las fauces de una compañía silenciosa.

El calcetín le aprieta el tobillo derecho... La pierna, enrojecida hasta el muslo la siente ajena al tratar en vano de moverla, solo la recuerda suya cuando el dolor le obliga a morderse los labios, cuando percibe vidrio molido en lugar de líquido en las venas de los dedos y los brazos.

―¡DÉJAME! ―grita desgarrándose la garganta. De nuevo no hay respuesta, ni señal de una persona invitada.

La ventana se convierte en una difusa imagen amorfa, también lo hacen las paredes y sus pies, debe esforzarse para mantener fija la mirada. Su consciencia cerca de perecer le advierte que ya no le queda más que actuar, que el tiempo por los poros se le escapa.

Retira rápidamente las manos de las sábanas, y las coloca sobre el calcetín derecho. Al intentar quitarse la prenda, se le aprietan los músculos de los brazos, y pequeños puntos coloridos le asaltan los ojos, mientras trata de aumentar la fuerza con la que empuja la tela hacia afuera.

Cuando por fin logra voltear el borde de la calceta, observa horrorizado dentro de ella miles de pequeños dientes, similares a patas de insecto, moviéndose descoordinadamente en busca de alimento. De haber tenido más energía habría podido gritar... Cada uno de los dientecillos, filosos como navajas, le han dejado feroces agujeros en la pierna desde los cuales brotan desproporcionadas cantidades de sangre.

El hombre intenta luchar un poco más, pero el corazón le late apenas, poco a poco los ojos se le cierran, y los brazos aflojan la fuerza. Se duerme soñando recuerdos de esa mañana, reviviendo el momento en el que encontró un limpio calcetín sin par en la lavadora de su casa...

El invitado (CUENTO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora