El otro.

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De súbito abrí mis ojos, como despertando de un sueño; como entrando a uno. Parpadeé atónito un par de veces, luego paseé una vaga mirada por la estancia donde me encontraba. Estaba toda ella sumida en una casi absoluta oscuridad, absoluta de no ser por la luz prístina y plateada de la luna que se colaba claramente por una ventana entornada. Esta me permitió una visibilidad suficiente, perfecta diría yo. No creo que pudiera encontrar jamás una mejor forma de ver esta habitación. Creo que eran horas de la madrugada, o de la noche,o acaso las dos si esto llega a ser posible.

La habitación era un cuarto modesto, no sé a razón de que definía yo esta modestia sin tener presente otra habitación para establecer una comparación pertinente. Había en ella patente un sutil y cómodo desorden que le dotaban de un agradable sentimiento acogedor. Nada en ella me era en lo más mínimo familiar; pero despertaba en mis adentros; en mi espíritu, un indefinible sosiego, un reconfortante sentimiento de tranquilidad; debe de ser algo muy parecido a esa utopía llamada felicidad. La habitación era pequeña, así que la sondeé brevemente con una satisfactoria emoción. Pronto posé mi mirada sobre el lecho donde me encontraba tumbado boca arriba con una pierna colgando negligentemente a una orilla. Vaya sorpresa me di al fijar mi vista al lado izquierdo de la cama. Durmiendo de manera desprolija ( si hay una manera desprolija de dormir) me acompañaba una mujer.

Por fin observé algo detenidamente, vi pacientemente a aquella mujer que me acompañaba. Estaba, como ya decía, dormida, enternecedoramente dormida. Su cabello era largo y liso, de un negro absoluto y profundo que destacaba y brillaba entre las opacas tinieblas; sus labios eran voluptuosos, sinuosos y de un rojo intenso; no, no tenía pinta labios en su boca. Su cuerpo era proporcionado, de pechos firmes, de tamaño medio, perfectos; sus piernas eran gruesas, casi atléticas sin serlo. Vestía toda ella una pijama discreta aunque corta, que solo su cuerpo podía hacerla parecer sensual. Su piel era blanca, lívida y perfumada y..., sus ojos, ¡diablos! Sus ojos eran hermosos, los más hermosos que había yo visto en mi vida, sin recordar haber visto algunos otros; eran hermosos aún estando enteramente cerrados.

Le miré petrificado, sin atreverme a tocarla, deleitando mi alma con la sola vista, con su sola presencia, tan ajena, tan dentro de mi. No, definitivamente nunca antes la había visto en mi vida; sin embargo, algo tenía bien seguro en ese instante, la amaba profundamente, y no sé cómo lo sabía; pero ella me amaba de igual manera. Era raro, en ese momento me encontraba pleno de un sosiego absoluto; mas mi corazón exultaba de una desbordante alegría. No necesito más, lo que sentía era todo lo que cualquier persona podía aspirar a sentir y, lo que la mayoría no llega a sentir, aún en la sumatoria de todos los momentos memorables de felicidad en su vida. Solo esperaba poder prolongar este sentimiento por el mayor tiempo que fuera posible; quería sentirlo todo, beberlo todo, olerlo todo, saborearlo todo perennemente. Pero..., un momento, había algo extraño en todo esto, algo no encajaba, nada de todo esto me era familiar; no reconocía en lo más mínimo nada de lo que en ese instante me rodeaba. Me llené de inquietud como era de esperar y, lamentablemente esto estropeó mi inconmensurable aunque obstrusa fruición.

Estaba claro, no sabía dónde estaba, ni quién era la hermosa mujer que me acompañaba, aunque todo ello me llenará de sentimientos tan bellos e insondables. Cosa rara, caso inextricable. Pero..., un momento, está bien que no distinguiera nada de lo que me rodeara, alguna explicación lógica de seguro encontraría con el tiempo, pero y..., bueno, yo, ¿quien soy yo? Rayos, ni siquiera me recuerdo a mi mismo.

Aún a pesar de mi excitación, logré conservar la calma, no deseaba hacer nada que alterara en lo más mínimo tan complaciente ambiente.

Me senté con parsimonia en la orilla de la cama sin perder nada de mi calma. Cavilé un poco sin tener nada en que pensar. Casi inmediatamente me levanté, volteé la vista con complacencia para observar a la bella dama que dejaba sola en la cama, de seguro, provisionalmente, sondeé nuevamente con mi mirada todo el cuarto sin hallar ninguna respuesta a las preguntas que nacían en mi confundida consciencia, luego, di unos pasos erráticos, vacilantes y, por cosas del azar di con un espejo largo y vertical que cubría la puerta de un clóset. Por suerte, el espejo se iluminaba casi de lleno, la luz de la luna. Me paré frente a él y me observé con claridad. Por fin, por fin algo en la habitación que reconocía, allá, en el reflejo del espejo, estaba yo, si, claramente era yo y nadie más. Con extrañeza mis manos recorrieron primero mi rostro y luego la parte superior de mi cuerpo, reconociéndolo con alegría. Sonreí y vi dibujarse en el espejo tan familiar sonrisa. Si, inequívocamente era y, bueno; pero..., si, soy yo indefectiblemente; pero... pero quien soy yo ¡quien diablos soy yo!

Di media vuelta. Sin premura alguna caminé con pasos vacilantes por toda la estrecha habitación. Tenía más curiosidad que perplejidad en mis ojos y en mi espíritu. Cogí una cartera granate de dama de imitación de cuero que colgaba en una puntilla puesta en una de las paredes; la sacudí, escuché, aguzando mis oidos con sumo cuidado, el tintineo que se produjo en su interior. Luego tomé una esquina de una toalla aprisionada entre una puerta cerrada y su marco. Aún estaba un poco húmeda. No, de seguro no, nada de esto definitivamente podía pertenecer al inextricable e indefinible mundo de los sueños, no, en un sueño no se tiene una consciencia tan precisa de las cosas, ni de las circunstancias, ni de si mismo, como la tengo yo en estos precisos momentos, aunque no logre dar cuenta claramente de nada que requiera una retrospectiva minuciosa; ah bueno, porque no, pensar tal vez que durante el sueño se puede estar tan lúcido como estoy yo ahora, mas en los momentos posteriores e inmediatos al despertar, todo ello se diluye paulatinamente, como una pequeña gota de tinta que cae en un tazón con agua, hasta perder cualquier noción de certeza de lo soñado. Pero por ahora, voy a considerar la primera opción, la de que todo esto, sea lo que sea, no es un sueño.

Volví a situarme frente al espejo. Nuevamente me quedé allí parado, mirando con concentración mi rostro un tanto pálido. Algunos segundos pasé en medio de dicha inmovilidad. Allí estaba de nuevo mi imagen, rodeada de una heterogénea penumbra. Entonces, de pronto, empecé a ver (en el reflejo del espejo) como todo mi derredor cambiaba, se iluminaba mientras yo sentía que viajaba estático (si puede existir oxímoron semejante) a una velocidad superlativa como por entre un túnel cósmico o metafísico, ¡que se yo! solo voy a agregar que era un túnel relanpagueante, difuso a la vista debido a la velocidad en que viajaba. Solo logré distinguir luces palpitantes y rayos por millares. Descubrí que ahora mi inmovilidad no era voluntaria. Al fin, mi curioso y extravagante viaje (si había existido) llegaba a su fin. Igual, seguía estando en el mismo sitio, viendo mi reflejo en el estúpido espejo; pero ahora, todo lo que observaba a mi alrededor, aunque vista de una manera borrosa e indeterminada, pertenecía a un lugar muy diferente al perezoso y oscuro cuarto en el que me encontraba.

Me sentí dentro del espejo. Esta vez sí tuve la sensación de interactuar con una realidad onírica. Trataba de percibir, de observar mi derredor con la paciencia que requería la ocasión. Como ya dije, no podía observar con claridad la estancia en que me encontraba, era como si toda ella estuviese invadida de un opaco velo dorado y escarchado. Creo que sin él debieron versen de un blanco impoluto las paredes que la componían. Todo en ella era elegante, refinado y de muy buen gusto; la suntuosidad era su factor común. Pinturas y pequeñas esculturas vanguardistas le adornaban aquí y allá; un tapete persa forraba el piso casi por completo; algunas vidrieras exhibían cristalería fina y retratos en los que no reparé... de pronto una mujer abrió la puerta, cruzó su umbral y caminó lentamente hacia mi. Era una mujer de unos treinta y pocos años, adornada por una superlativa y fatua hermosura. Era alta, delgada y esbelta como una modelo de pasarela; sus brazos eran delgados y sus piernas descubiertas, largas y torneadas; sus manos eran parvas y afiladas, adornadas en sus dedos por anillos de oro y plata fina; sus dorados rizos caían delicadamente sobre sus desnudos hombros; sus ojos eran verdes como el mar abierto e irradiaban seguridad y desdén con su deslumbrante brillo; sus labios eran finos y engreídos, radiantes contrastando con su piel cetrina; su delicada nariz se encontraba en perfecta armonía con su fino rostro de rasgos lábiles. Sus vestidos, su apostura, su caminar, todo en ella era de una pomposidad que exigía con vehemencia, una obligatoria deferencia. No pude dejar de admirar su beldad un instante, era imposible no verse profundamente embelesado por su presencia; sin embargo, algo en ella, si no todo, me repelía sobremanera. En ese momento pude reconocerla, era mi mujer.

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⏰ Última actualización: Apr 17, 2022 ⏰

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