Capítulo 12 - La paladina de acero

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 El poderoso viento costero mecía el fuego de las antorchas que rodeaban la plaza central de Pirfén, donde se habían congregado alrededor de cincuenta personas para ver el deprimente espectáculo.

Encima de un improvisado soporte de madera había un hombre amordazado, arrodillado contra un grueso tronco manchado de sangre, el prisionero apoyaba la cabeza y respiraba agitadamente mientras esperaba su inevitable destino. A su lado, una mujer con armadura metálica y el emblema de un jabalí dibujado en su pechera lo miraba con desdén, aquel hombre había invocado la furia del sur contra su nación, y ahora estaba a punto de pagar por ello...

—¿Cómo os consideráis? —le preguntó Yvelde, tranquila, mientras sostenía una fina espada contra su cuello.

—¡Era de Tirfen! ¡de Tirfen! —gritó aquellas palabras de forma incomprensible gracias a la oscura capucha de cuero y el sudor que había debajo.

—¡Mátalo!

—¡Ha traído la ruina a nuestro pueblo! —los aldeanos de la pequeña población no se molestaron en disimular su ira hacia el personaje, el mismo que había asesinado al emisario de la agresiva nación del sur.

—Sea del sur o del norte, da igual. Un mensajero es un mensajero. Si ni siquiera en tus últimos momentos niegas tu crimen, entonces, por el poder que nuestro monarca Fobert Kervil me ha otorgado, atente a las consecuencias. —Pronunció la joven comandante, y preparó su brazo para arremeter y terminar con la vida del materializante que habían logrado atrapar.

—¡Malnacida!, ¡traidora! —comenzó a gritar el prisionero bajo su capucha, llevado por la desesperación.

—Los elementales se apiaden de tu alma y te lleven a un lugar mejor. —Dijo la mujer, sin perder la compostura.

El afilado sable de la comandante atravesó la carne del materializante como si fuese mantequilla y cercenó limpiamente su cuello para inmediatamente hacer rodar la cabeza sin vida por la plataforma, hasta que cayó por el borde al húmedo y sucio suelo de la humilde plaza...

Los aldeanos vitorearon las acciones de Yvelde, pero esta no reaccionó, bajo su máscara de acero la joven solo podía hacer un gesto de genuina preocupación.

—Limpiad este estropicio... —Ordenó a sus hombres y descendió de la plataforma, necesitaba aclarar sus ideas lejos de allí.

Mientras dirigía sus pasos hacia el Roble oxidado, la única taberna de la pequeña población que contaba con algo más que borrachos y maleantes, la familiar voz de su segundo al mando la sacó de sus pensamientos.

—¿Cómo te encuentras? —Termidas, un joven y experimentado soldado que compartía la armadura de su líder se colocó a su lado e intentó caminar al mismo ritmo.

—¿Cómo voy a estar? Esos idiotas solo querían ver sangre derramada porque piensan que así se librarán de la ira del sultán del sur... —Escupió, indignada con sus conciudadanos.

—Evitarla no, pero no cabe duda que gracias a sus acciones Tirfen nos atacará... —Repuso él.

—El asesinato de este mensajero será una excusa que Binos usará a su favor, eso no lo dudo. Pero debes ser muy ingenuo para pensar que antes de esto Tirfen nos iba a considerar iguales, mucho menos aliados... No me extrañaría que ese maldito sultán estuviera movilizando ya sus tropas hacia aquí. Ejecutar al idiota que mató a su emisario no arreglará nada. —Explicó Yvelde, mientras pisaba con su armadura de acero las sucias calles de Pirfén hasta divisar a lo lejos el pequeño local, al centro de la localidad.

—Al menos así ganaremos el favor de nuestros idiotas. ¿Te imaginas el caos que se hubiera desatado de haberlo dejado ir impune? —comentó Termidas, y dirigió su mirada a la taberna que los había alojado todos esos días.

Crónicas de Viltarión I ‧ Canción de Piedra y HierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora