Cuando la muerte puso un pie en aquel callejón sucio, oscuro y húmedo, supo que tenía trabajo que hacer. Su nariz comenzó a cosquillear debido al débil aroma de un alma moribunda que debía recoger en ese sitio. No hacía mucho había recolectado algunas ánimas cerca de ahí cuando una pequeña mariposa amarilla (sus mensajeras favoritas, que cuando estaba saturada de trabajo, servían de apoyo para llevarse a los difuntos) cruzó su camino y le guio bajo la suave lluvia hasta aquel desolado callejón, donde pudo sentir la presencia de otras almas, seguramente animales callejeros que vivían entre contenedores de basura de aquel sucio lugar, tal vez ratones o gatos que se ocultaban de la lluvia, no estaba seguro de ello pues la venda que cubría sus ojos le impedía saberlo.
Por un momento sintió una extraña nostalgia en su pecho y entonces permaneció quieta mientras buscaba algo en el bolsillo izquierdo de su larga y pesada túnica negra. Se mantuvo algunos segundos tentando su bolsillo hasta que sus delgados dedos, tocaron lo que parecía ser una larga cadena y después un objeto redondo con grabados en los bordes.
Con sumo cuidado sacó aquel elemento de su bolsillo a la par que se retiraba la venda de los ojos y pudo observar el color plateado, las pequeñas mariposas bordadas en la parte trasera, en el centro dividido en 4 secciones, se encontraban los distintos relojes de vida (siendo uno el que marcará los días, otro las horas, una más los meses y el ultimo los años) y en medio de estos 4 relojes, se encontraba uno de arena que lentamente dejaba caer los delicados granos que a su vez movían las manecillas de cada reloj. Aquel precioso objeto era su amado reloj final, aquel que había visto partir a los millones de seres vivos en la tierra desde el inicio de los tiempos. Suspiro al recordar cuantas veces ese reloj había visto pasar a todas las criaturas que morían a diario; humanos, animales y plantas.
Suspiro de nuevo aunque esta vez, ese suspiro estaba lleno de cansancio, estaba harta de su trabajo, estaba cansada de tomar las incontables almas que cada día fallecían en todo el mundo, hastiada de ensuciarse las manos y ser temida por muchos, así como también, estaba cansada de la maldad de los hombres que aceleraban su trabajo con las incontables formas horrorosas con las que se mataban *no quiero hacer más esto* pensó mientras acariciaba con cariño aquel reloj tan viejo como ella y maldijo a aquella entidad que los humanos llamaban Dios, lo maldijo por darle semejante labor, por mirar desde lejos y no hacer nada para evitar el dolor de las almas moribundas, de cierta forma lo odiaba sin importar que fuese su creador (no estando segura de ello, pues nunca lo había visto).
Escucho el sonido de las manecillas de su reloj, moviéndose más fuerte y supuso que no debía tardar más, aquella alma al fondo del callejón le necesitaba. Se percató que inclusive el aroma que anteriormente había sido débil ahora se volvió más fuerte y es que los muertos tenían aroma, no el típico olor nauseabundo que los hombres conocían, no, para la muerte cada difunto tenía un perfume distinto.
Si la muerte pudiera ponerlo en términos simples, las almas infantes desprendían un olor similar al caramelo, los ancianos en cambio huelen a los naranjos, los enfermos al mar, al pasto húmedo o a la tierra mojada mientras que aquellos que morían por violencia a veces emiten un olor similar al azufre y otras veces un esencia similar al de las flores. Si, la muerte conocía cada aroma y aunque los amaba, estaba cansado de ello, incluso ahora, solo deseaba guardar su reloj y darse la media vuelta, pero no podía, más allá de sus sentimientos por ese trabajo, ella era la única que podía darles paz a los desgraciados que la necesitaran.
Con esto en mente respiró hondo, avanzó hasta el fondo del callejón, donde pudo observar algunas cajas de cartón que hacían un techo y bajo de estas, se hallaba un cuerpo que tiritaba y se encogía, tal vez por el frío de la lluvia o alguna enfermedad que le acongojaba. La parca se acercó a aquella persona, observando los ropajes sucios, desgastados y que posiblemente no servían para protegerse del frío de la noche.