Los músicos estaban ya a punto de terminar y recoger los instrumentos cuando un grupo de chicas irrumpieron en el local. Aiden era el único que continuaba tocando su guitarra, permanecía sentado en un taburete improvisando algunas melodías. Cuando se sentía tan abatido como esa noche parecía que sus musas se divertían acosándole, exprimiendo su genio sin clemencia. Las risas femeninas hicieron que levantara la vista hacia el fondo, donde el grupo de mujeres, como si de un desfile se tratara, iban entrando al local de una en una. Miró su reloj y marcaba ya las tres y media de la madrugada. Era hora de irse a casa, en otras circunstancias seguramente estaría deseando aterrizar en su cama y no levantarse en una semana, pero la costumbre podía más que la desidia. Giró la cabeza para mirar a Bruce, que acababa de guardar su guitarra.
—Ya puede venir la mismísima Gisele Bundchen. Mi pequeña ya está guardadita en su funda y no pienso despertarla de nuevo —le dijo a Aiden, que sabía el doble juego de sus palabras—. Te conozco bien y sé lo estás pensando. Ni modo, no cuentes conmigo. Carol me está esperando en casa. Te quedas solo ante la jauría, tío.
Bruce, al igual que Fergus, hacía poco que había decidido mudarse del apartamento que compartían e irse a vivir con su novia. El avispado, como solían llamarle antes de caer en las garras de Carol, había encontrado por fin la flor perfecta para clavar su aguijón y Aiden se quedó sin compañero de piso y a su vez de correrías.
—Pues nada… habrá que sacrificarse y atender a todas estas lassies.—Un deber fácil no es un deber —repuso su amigo haciendo que en el rostro de Aiden asomara una pícara sonrisa.
Volvió a mirar hacia la sala y entonces reconoció entre la muchedumbre un gorro rojo. Incrédulo ante la remota posibilidad de que fuera la misma chica de la estación de autobuses, el músico reparó en su dueña. No era una belleza de las que estaba acostumbrado a abordar, era diferente, especial… Ella parecía observar a las demás mujeres del grupo de una manera peculiar. Sus ojos rasgados y marrones parecían sonreír solos, como si no necesitaran de acompañarse por la preciosa sonrisa que lucía en sus labios. Las ondas de su pelo castaño enmarcaban su rostro y las vetas más claras aportaban dulzura a sus facciones.De pronto, aquella mirada gatuna y almendrada se cruzó con la suya, un único instante en el que Aiden quedó atrapado en el fulgor de aquellos ojos. Unos segundos, tan solo unos segundos y nada existió para él fuera de esa mirada. Súbitamente despertó a la realidad, hacía tiempo que no le pasaba nada parecido. Aquella joven tenía algo que no podía describir… o quizás era todo fruto de su latente resaca, que le acompañaría al menos algunos días más.
—¡Vamos Alba! ¡Tomemos la última! —dijo Mary arrastrándole hasta una mesa que acababa de quedar libre.
—Eso mismo lleváis diciendo toda la noche —dijo Alba mientras se despojaba de su abrigo.
—¡Oh, venga! ¡Ahora es cuando empieza lo divertido! —dijo Angie—. Ha merecido la pena venir hasta aquí, Caylin. A ver, ¿dónde está tu maravilloso amorcito para que nos invite a unas pintas?
—Voy a buscarlo… —dijo la pelirroja saltando de la silla y mostrando su impaciencia por saludar a su novio.
—Muy bien, Maggie… hay muchos hombres por aquí para repartir tus besos, así que saca la hucha y comienza a recaudar libras para nosotras —soltó una entusiasmada Jessie, que estaba bastante animada tras las bebida ingerida en todos los pubs en los que habían estado aquella noche.
Maggie miró con picardía a las chicas. Enarcó una ceja y comenzó a agitar la hucha haciendo que sonaran las monedas que ya había recaudado hasta entonces. Alba aún no llegaba a comprender del todo aquellas costumbres, tan distintas a lo que ella estaba acostumbrada en España. Eso de que la novia ofreciera besos a cambio de dinero le parecía algo bastante raro, pero se encogió de hombros ante la mirada divertida de su amiga.