Los hombres.

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Hubo muchos hombres y algunas mujeres,  pero el problema eran los hombres, por lo menos  al principio así fue. No creo que mi tía recordara a un solo hombre que no nos haya jodido.

Mi tía, la Tita, tenía muchos hermanos y hermanas. Ella era la mayor y al morir su madre se ocupó de todo, pero en realidad no se ocupaba de nada: su imperio se levantaba según levantara el arroz y se derramaba según se derramara la leche. Ahora que lo pienso, pudo habernos envenenado a todos si hubiera querido, vengarse de todo lo malo que le había pasado (el marido muerto, la hija muerta, el dinero que le arrebataron... ) desde la cómoda oscuridad de la cocina donde se asentaba el corazón de su imperio. Podría habernos causado un mal, pero supongo que nunca perdió la esperanza de que la vida nos maltratara como a ella la había maltratado sin que ella tuviera que envenenarnos. ( Y yo podría haber muerto fácilmente con sus galletas de anís). 

Mi Tita fue por muchos años la mujer de la casa, la que en silencio recordaba las heridas mientras remendaba la ropa de su padre que se había ido a Cuba, regresado millonario y casado con una mujer descendiente de italianos. No sabemos si fue antes o después de ir a hacer la América, pero tuvo un hijo con una señora gallega, a ese hijo nunca lo reconoció porque su esposa se lo hizo jurar. Para ella ese hombre era la peor ofensa  tenía que cargar: el bastardo gallego que de vez en vez se dejaba ver por el pueblo era idéntico a  su marido. La gallega resultó muy  digna porque nunca pidió un centavo y jamás presentó un escándalo, para eso estaban la cara y las orejas de su hijo: No había manera de negarlo, era suyo y ella era digna para despecho de la esposa que le dio 11 hijos y ninguno tan parecido a su marido como el que no llevaba su apellido. 

Tita quiso a ese hermano mayor sin apellido, quizás era ése el que la podría haber defendido, pero no fue así, no se pudo. Simplemente la tormenta estaba ahí tronando y no hubo forma de guarecerse cuando se desahogó. 

Primero fue la guerra y hubo que huir, después fue el matrimonio con ese hombre de otro pueblo y sin mucho empuje que miraba a su esposa y a su suegro como si fueran sus propios padres. Ahí empezó la envidia de los vecinos: se había casado con una mujer rica, con la hija del indiano que se había hecho rico en Cuba y se había casado con la italiana. Ahora sólo tenía que obedecer órdenes y vivir bien. Mi Tita no se atrevió a dejar a su padre viudo así que metió en la casa al marido,  después llegaría la hija,  después llegaría el rumor que arrastraba en la cola  la muerte que la marcó. 

Entonces, su marido la dejó, se lo arrebataron y no hubo nada que hacer. Ella luchó por él, pero lo fusilaron. La guardia civil le  entregó una carta que guardaba cerca de su cama y eso fue lo que quedó: la carta. Las fincas que ese hombre tenía pasaron a la familia de él porque ella no tenía derechos. Era una mujer sola sin un hombre, pero le quedó la casa, le quedó la furia, la humillación y la cocina y  también las habitaciones donde deshacía la cama que habías tendido hacía un momento; desdoblaba lo que habías doblado y re acomodaba lo que habías acomodado. Era importante que sintieras su desprecio silencioso mientras ellas pasaba de habitación en habitación. En el tejido que te destejía con fuerza y displicencia sentías a su marido muerto, a su hija abandonada, a todos los hombres que la traicionaron, en el estambre por el suelo y el desorden de los hilos se encontraba mi frustración por el desorden de su alma. 

No fue el único hombre. Ahí estaban los cuñados, los hermanos que sobrevivieron, los sobrinos que llenaban de a ratos el vacío de la hija que murió a los 17 años por diabetes. Pero los hombres que tenía bien guardados en el centro de su alma eran los que no quisieron firmar la carta para salvar a su marido de fusilamiento.

 Los nacionales avanzaban en territorio y en posición moral, política, social. Nadie iba a importunarlos porque ya habían visto los 52 cuerpos que habían dejado tendidos frente a la iglesia cuando iniciaba la guerra y pasaron por el pueblo casi de casualidad, firmar para ayudar a esa mujer que cuidaba a su padre viudo, que tenía una hija enferma era pedir que te llevaran también. Cada uno de sus nombres de hombre los llevaba cosidos al pecho mi Tita. Seguro olvidó en algún momento el nombre de su marido, pero ni uno solo de cada uno de los vecinos que le dieron la espalda. Se quedó en el pueblo a mirarlos a la cara por casi 30 años más. No había nada que hacer, no había a donde ir, solo quedarse en esa tierra bendita que había recibido a los italianos hacía siglos, la misma que despidió a su padre cuando iba a Cuba y la misma que la había traicionado. 

 A cada hombre que quedó en su  vida había que darle de comer, que remendarle la ropa, mirar por su buen nombre, asistir a sus bodas, mirar el parto de sus mujeres, vestir a sus hijos y exigirles a sus hijas que fueran mujeres decentes. La más pequeña de sus hermanas llegaría con el cuñado que le cambiaría la vida. Ya nadie se acordaba de la hija del indiano y nadie pensó que se volvería la cuñada del indiano. 

El cuñado era joven y poco después de la boda tuvo en cuenta que la hermana mayor de esa chica tan guapa que le había dicho que sí al cuarto día de llevarla a pasear no se iría a ningún lado, suspiró profundamente y la acogió en su vida de recién casado como si fuera el jarrón que había que poner en la sala. Adornaba bien, era una mujer decente que llevaba su sufrimiento con prudencia y cocinaba mejor. Nada iba a salir mal. 



La Tita, la furia, el infierno.Where stories live. Discover now