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Ese día fue imposible ir de paseo. Jugamos durante una hora por la mañana entre la maleza, pero después de almorzar (cuando no había personas de fuera, Mrs. Reed almorzaba temprano) el aire frío de invierno vino acompañado de una lluvia tan fuerte y unas nubes tan oscuras, que se desvaneció toda probabilidad de salir a pasear.

Eso me hizo feliz. Los paseos largos no me gustaban, sobre todo en las tardes de invierno. Cuando anochecía, volvíamos de ellos y yo siempre regresaba con los dedos entumecidos, el corazón afligido por las reprimendas de Bessie, la niñera, y vejada y ofendida por la conciencia de mi constitución física inferior respecto a los Reed: Georgiana, John y Eliza.

Alrededor de su madre, que se hallaba junto al fuego reclinada en el sofá se agruparon en la estancia los tres, John, Georgiana y Eliza. Con sus hijos en torno a ella (que en ese momento no discutían ni molestaban), daba la impresión de que mi tía se sentía completamente dichosa. Me eximió a mí del compromiso de unirme a los demás, comentando que se veía en la obligación de mantenerme alejada hasta que Bessie le dijera, y ella pudiera comprobarlo, que yo me esforzaba en ser una pequeña obediente y en mejorar mis modales. Mrs. Reed se sentía obligada a excluirme de las prerrogativas reservadas a los pequeños buenos y obedientes mientras yo no fuese más abierta, más sociable, menos arisca y esquiva y, en todos los sentidos, una niña más agradable.

-¿Y Bessie qué ha comentado de mí? -pregunté cuando escuché esas palabras.
-Jane, las pequeñas preguntonas no me gustan. Una niña no debe hablar a los mayores de ese modo. Toma asiento en cualquier lugar y permanece en silencio mientras no tengas mejores cosas que decir.

Caminé hacia el comedorcito destinado al desayuno anexo al salón y en el que había un estante de libros. Tomé uno con hermosas estampas. Me subí al alféizar de una ventana, me senté en él y crucé las piernas igual que un turco y, después de correr las cortinas rojas que cubrían el hueco, en ese retiro me aislé completamente.

A mí derecha, las cortinas granates limitaban mi campo de visión, pero a la izquierda, los cristales, a pesar de que me protegían de las inclemencias de esa tarde de noviembre, no me imposibilitaban observarla. Al tiempo que pasaba las hojas del libro, de vez en cuando me ponía en pie para mirar el paisaje otoñal. Todo se fundía en la lejanía en un horizonte plomizo protagonizado por nieblas y nubes. Se vislumbraban de cerca los matorrales agitados por el viento y las praderas húmedas, y una lluvia desoladora caía incesantemente sobre todo el panorama.

Seguí hojeando mi libro. Era un texto de Bewick, llamado History of British Birds, dedicado en gran parte a los hábitos y costumbres de los pájaros y cuyas páginas, en general, bien poco me interesaban. Sin embargo, algunas de la introducción, aunque era muy pequeña todavía, eran para mí lo bastante atractivas como para no considerarlas demasiado áridas. Eran las que hablaban de los sitios donde acostumbran anidar las aves marinas: «las solitarias rocas y promontorios donde solamente viven estos seres», o sea, las costas de Noruega salpicadas de islas, desde su extremo austral hasta el Cabo Norte.

Dónde el mar del Septentrión en continuo movimiento de la isla taciturna baña la orilla gris de la isla del Atlántico y la lejana Tule, en el usa tempestad las Hébridas son azotadas...

Imaginar las gélidas riberas de Laponia, Siberia, Spitzberg, Nueva Zembla, Islandia, Groenlandia me sugestionaba demasiado y «la enorme desolación de Ártico, esa amplia y remota región desanimada que es como un depósito de hielo y la nieve, con sus campos blancos que nunca terminan, con sus heladas montañas alrededor del polo, donde alcanza su más extremada dureza la temperatura».

De esos países yo me formaba una idea muy personal, una idea fantástica, extraordinaria, como todos los conocimientos aprendidos a medias que nadan en el cerebro de los niños, pero realmente asombrosa. En la introducción, las frases de relacionaban con las estampas del libro y proporcionaban a los dibujos máximo relieve: una isla castigada por la espuma marina y por las olas, un barco rompiéndose contra los arrecifes de una costa llena de peñascos, y entre nubes oscuras y sombrías, un naufragio iluminado por una luna fría y espectral...

Jane Eyre-Charlotte Brontë 1847Donde viven las historias. Descúbrelo ahora