Día desconocido, lugar desconocido, en una humilde familia de granjeros. La madre del único niño y esposa del padre del mismo sigue echada en la cama, con fiebre alta desde hace nueve días. Solo se ha movido para hacer necesidades biológicas básicas desde entonces. A ratos, empieza a toser. Una tos que preocupa tanto al hijo como al padre, pues, de lo grave que es, saben que una de esas toses podría ser lo último que escuchen de ella.
El niño tiene 11 años. Va a una escuela pública. No tiene demasiados amigos, pero los que tiene le valen la pena. Lleva preocupado por su madre desde que le inició la fiebre. Siente una gran rabia e impotencia al no poder hacer nada. En su familia apenas tienen dinero, y las medicinas están extremadamente caras. Los remedios naturales no parecen ayudarle en nada. Los primeros días, al menos, podía disfrutar del sabor de algunas de ellas, como una buena limonada con miel. Sin embargo, desde hace ya un par de jornadas, no es capaz ni siquiera de distinguir sabores.
El padre, por otra parte, tiene 45 años. Antaño trabajaba como obrero en una conocida empresa de la capital, pero le despidieron del trabajo cuando se enteraron de que tenía que empezar a cuidar de un niño. Vivieron unos años con el dinero de sus padres y de sus suegros, quienes alegremente dejaban algo de capital para que a esa pareja les fuese bien. Sin embargo, por maldades del destino, sus suegros, es decir, los padres de su esposa, fallecieron por culpa de la misma enfermedad que ahora asola a su amada. Desde entonces, ambos se dedicaron simplemente a cosechar y a vender algunas frutas y verduras sacadas de las pocas tierras que tenían. Realmente, más que tierras, era un simple jardín, ya que no se podían permitir mucho más.
Ni padre ni hijo se vieron afectados por la enfermedad, parece no ser contagiosa. El padre iba día tras día a hablar con la gente del pueblo para pedir algo de dinero prestado para su esposa e iba ahorrando poco a poco. Unos cuatro días más y lo habría conseguido. Aunque claro está que esto lo hacía solo mientras el hijo estuviese en casa. No iba dejar al amor de su vida a su propia suerte. Tenían que cuidar de ella lo mejor que pudiesen. Se aseguraban de que la comida no estuviese muy caliente, de que la bebida no estuviese muy fría, de ir poniéndole toallas húmedas en la frente, de añadirle miel a lo que pudiesen... Todo.
Todos tenían más y más miedo cada día. Había noches en las que la pobre mujer no podía ni dormir por el dolor. El hijo se ponía a llorar cada vez que la escuchaba toser. No aguantaba ver a la mujer que tan bien lo cuidó, que tanto afecto le dio y que tanto le ayudó con todo lo que podía en ese estado.
Al décimo día de la enfermedad, aún a sabiendas que su padre estaba reuniendo dinero pidiéndolo prestado a la gente del pueblo, el hijo mencionó su caso en el colegio a los profesores. La mayoría de ellos decidieron ayudarle monetariamente, pero el niño sabía que no era suficiente, lo sabía por la cantidad de veces que su padre había repetido el precio de la medicina. Le faltaba mucho. La alegría que consiguió al reunir un poco de dinero fue tan efímera como una mariposa que sale de su capullo en medio de una telaraña.
Fue ese mismo día, al salir de clase, que un profesor en concreto le paró. Fue el único que no le prestó nada de dinero, diciendo que no podía hacer nada. Pero en ese momento le dijo que podía echarle una mano. Pidió que el niño le siguiese hasta su despacho, y así hizo. Cualquier ayuda que le pudiesen dar era bienvenida. Lo único que le preocupaba era que su padre tendría que esperar un poco más para salir a recaudar dinero. Pero esperaba poder conseguir algo a cambio que lo compensase.
Ese profesor no era uno cualquiera. Era el que a los padres más raro se les hacía, y era el que más simpático le parecía a los niños. Por este motivo, al chiquillo le preocupó que no pudiese ayudarle en un principio, pero si luego acudió a él personalmente, su pequeña fe se vio restablecida.
Al entrar a su despacho, dicho profesor cerró la puerta y le ofreció al pequeño en problemas un paquete. Era más o menos del tamaño de dos cebollas grandes. Estaba envuelto en seda fina, pero muy opaca. No se podía saber qué había en su interior. El ruido que hacía al moverse era como de arena, o harina.
Cuando sostuvo ese paquete, el profesor le dijo que se lo tenía que entregar a una persona a las siete y media de la noche ese mismo día, en cierta dirección que le adjuntó. Pero también le dijo que tenía que prometer que no le contaría a absolutamente nadie lo que estaba pasando ni lo que iba a hacer, que dijese que se va a ver con él y no con un extraño.
El niño, aún confuso, aceptó. No sin antes preguntar cómo le iba a ayudar eso. A lo que respondió su profesor:
—La persona con la que te vas a ver tiene mucho dinero, y lo que le vas a dar también lo vale. Le da igual quién se lo dé mientras sea lo que pide, así que te va a pagar muy bien. Solo... Cuídate, y promete que no le dirás esto a nadie.El chiquillo no dijo otra palabra más, simplemente asintió con la cabeza y se fue por la puerta del despacho tras guardar el paquete en su mochila.
Regresó a casa unos cincuenta minutos más tarde de lo normal, y se encontró a su padre llorando en el suelo. El niño se temía lo peor. Dejó la mochila en el suelo y fue corriendo a ver a su madre.
Seguía viva. Un poco peor que el día anterior, como ya estaba pasando regularmente, pero seguía viva. Le preguntó a su padre por qué estaba llorando, y este le dijo que habían robado todo el dinero que tenían ahorrado.
Esta vez, su hijo no lloró. No se cayó al suelo. Apretó los puños y le juró a su padre que traería a mamá a esos alegres días.