Savage

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La primera vez que Víctor había matado, había sido por compasión.

—Por favor, —le había rogado el viejo Tomás por muchos meses con voz entrecortada—. ¿Que no ves... que me estoy muriendo? Me estoy muriendo... y sufro cada día. Ya nadie puede hacer nada por mí —. Un ataque de tos lo interrumpió, mandando sus signos vitales por los cielos unos segundos—. Estoy desahuciado, lo más humano es ayudarme a morir...

Los pulmones del viejo Tomás estaban destrozados. Una juventud las minas y una vida de fumar, lo habían hecho desarrollar una pulmonía crónica que no le dejaban mucha esperanza. No sin un trasplante, y eso no era algo común en su pueblo. Tendrían que llevarlo a la gran ciudad para eso, pero su familia apenas podía costearse la ayuda de un enfermero auxiliar un par de veces a la semana.

—Se va a poner bien, Don Tomás, no diga tonterías, —le respondía el joven, aunque por dentro sabía que no era cierto. Aunque por dentro salivaba ante la expectativa de hacer realidad los deseos del viejo.

Víctor se lamió los labios al tiempo que le ajustaba la cinta del catéter al anciano. Le dio una palmadita en la mano y dejó su brazo descansando a su lado. El estruendoso sonido de otro ataque de tos rebotó por el cuarto.

—Nadie va a extrañar a un viejo como yo. —Insistió Don Tomás—. Es más, ni se van a dar cuenta... ya todos están esperando que suceda.

El joven enfermero desestimó todos los intentos de Don Tomás por convencerlo, y se fue, como cada jueves, tranquilamente, y asegurando a la familia que la condición del abuelo era estable, y que volvería el martes siguiente. Su sonrisa amable escondía el oscuro pensamiento que le rondaba la mente hacía semanas: nadie se va a dar cuenta.

No era la primera vez que entretenía esas ideas, y, de hecho, lo había logrado un par de veces antes con animales pequeños. Más la reprimenda que le había puesto su madre, demasiado severa para un niño pequeño que había cometido un accidente, le habían enseñado que esas cosas no eran socialmente aceptables. Que aunque sonara lógico sacar de su miseria a alguien que sufre, como lo había hecho él aquella vez con el perro que se había caído de un puente y roto ambas patas, lo bueno, lo esperado era salvarle.

Las marcas rojas en sus piernas, producto de los chicotazos del cable con que fue azotado, se lo recordaron por varios días.

Y así fue que había decidido convertirse en enfermero. Para entender el ahínco de las personas por salvar a otros. Más seguía pareciéndole más pragmático y más natural simplemente dejarlos ir. ¿Por qué si no la naturaleza tenía la ley del más fuerte? ¿Por qué si no, existía la evolución?

En fin. Empujó esos pensamientos de nuevo al fondo de su mente y se dedicó a hacer lo que Fabiana, la enfermera títular de su división, le indicaba. A veces era más fácil apagar el cerebro. Especialmente cuando quería ir en contra de lo que decían todos. ¿Cómo era posible que todos fueran dueños de la razón, y su respuesta, que era más sencilla, fuera descartada sin más?

Había aprendido pronto que lo que su mente le decía no era lo que los demás querían escuchar, y entonces lo ocultaba. Lo ocultaba para entretener el pensamiento cuando estaba solo. Oh, cómo le gustaba filosofar sobre la vida y la muerte, o más bien, sobre la percepción de las personas ante ellos. Vivían siempre preocupados de cuándo iban a morir, en vez de vivir cuando estaban vivos y morir cuando les tocaba. Pero a los humanos les encantaba burlar a la muerte. Él estaba seguro que cuando le tocara a él, la recibiría con los brazos abiertos, como a una vieja conocida a quien esperaba para tomar el té.

Apagar el cerebro. Ajá. Esos pensamientos no se iban tan fácilmente. Y las palabras del viejo Tomás tampoco.

Sin que nadie lo notara, Víctor había tomado un par de botellitas transparentes del gabinete y se los había gurdado en el bolsillo de su pantalón. El tintineo que producían al chocar le daba la sensación de que todo el mundo podía escucharlas y sabrían que las llevaba consigo, pero a la vez, sentía pequeñas descargas de adrenalina ante la posibilidad.

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