00

5.1K 378 592
                                    

Lo primero que Kakucho había moldeado alguna vez, fueron aquellos pendientes. Rectangulares, de arcilla pintada por manos infantiles y cubiertos de resina transparente para que fueran brillantes y el dibujo quedara protegido.

Lo segundo, fue el cuerpo de Izana.

Las tablas de madera rechinan bajo sus botas negras. Una puerta se cierra en completo silencio. Toca sus hombros, el chico lo mira y parpadea, en medio de la penumbra nocturna. Se deshace cuidadosamente del abrigo ajeno, deslizando las mangas por aquellos brazos y haciendo que diera una pequeña vuelta. Lo cuelga en el perchero adherido a la pared, donde se queda el suyo también.

Los zapatos se quedan a la entrada. Es un hotel rústico y de aspecto antiguo, algo occidental al portar una cama y no un futón. Había un calendario pegado a la pared, con días tachados en rojo y el actual señalado con un círculo. Sin embargo, el día y la hora no importan cuando tiene al amor de su vida delante.

Deja la pistola a un lado. El metal sigue caliente y el gatillo continúa sintiéndose contra su dedo durante mucho tiempo. No es como si tuviera remordimientos, de hecho no los tenía, pero era una sensación incómoda. Prefería los fríos botones de una camisa siendo desabrochados, unas pequeñas manos apoyadas contra su pecho.

Abre la camisa de Izana y la desliza hacia atrás para dejar al aire su torso.

Un rayo de Luna entra por la ventana y se refleja en su piel oscura, suave al tacto. Kakucho se sienta en la orilla de la cama, abriendo las piernas para que el chico pueda quedarse de pie cerca de él. Rodea su cuerpo y toca la parte baja de la espalda, acercandole el vientre a su rostro para poder besarlo con suavidad.

Desliza sus labios por la curvatura de su cintura y alrededor de su ombligo, cerrando el puño en la espalda, como si intentara atrapar polvo de hada. Piel canela contra su boca húmeda, anhelo de chocolate durante una noche de bruma. Alza el mentón, sintiendo cómo sus pequeñas manos juguetean sobre sus hombros y se enredan en su cabello negro.

—Te quiero —susurra el chico de sus sueños, echando los mechones de azabache hacia atrás para poder verle con mayor claridad. Sus iris de lirio lo reflejan en el lago negro de sus pupilas.

Se aleja un poco de su abdomen para que le retire la ropa. Le responde lo mismo, que le quiere. Que le ama. El nudo de la corbata es complicado, pero Izana se las arregla para tirar el accesorio a un lado y deshacer el laberinto de botones de la camisa con algo de torpeza. La prenda cae al suelo con un murmullo sordo.

Dedos fríos de invierno tocan sus pectorales, disfrutan de la dureza de sus músculos, abdominales.

Y Kakucho vuelve a atrapar su cintura, unas uñas arañan su espalda, escucha cómo ronronea. Un beso en el centro de su abdomen, toca con su fría nariz el camino de sus costillas y delinea la curvatura de su espalda. Sabe lo que quiere hacer y deja que lo haga.

Pero, primero se encarga de desvestirle, con la Luna de único testigo. Silenciosamente abre el botón de sus pantalones, desliza la cremallera hacia abajo y tira de la prenda por sus muslos. Permite que haga el gesto final y los vaqueros se quedan en el suelo —lo harán durante el resto de la noche porque no habrá nadie para colocarlos en el armario—.

Yokohama está especialmente tranquila e Izana es una brizna de hierba que se estremece con el viento de sus besos. Dice su nombre contra la piel oscura que baña su cuerpo de chocolate, lame su vientre expuesto, suave y dulce como una nube de algodón.

Unos dedos se enredan en su pelo y mira hacia arriba, pidiendo permiso.

—¿Está bien si te toco aquí? —Porque, por muchos años que hubieran sido pareja, su consentimiento era lo más importante para él y viceversa.

Snowman || KakuIzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora