Un día más, me hallaba sentado al lado de la ventana, dentro de mi bar favorito. Buena música, buena gente, buenas bebidas y, esta vez, acompañado de un buen clima. Aunque cualquiera que me escuchase decir eso, se pensaría que estoy loco, ya que era un día de perros. Llovía a cántaros, el cielo estaba totalmente nublado y eran apenas las cinco de la tarde. No obstante, dentro del bar, estabas en otro mundo. Ya desde lejos, aún con la pequeña neblina levantada por la lluvia, se escuchaba por lo bajo el suave piano con un ritmo de jazz y se veían las anaranjadas luces, aunque fuese de forma borrosa.
Nada más entrar, la música y el aire más cálido, mas no bochornoso, golpean en la cara de aquel quien entre, dándole una acogedora bienvenida. Si se cruza con alguno de los simpáticos camareros, este le saludará como si fuese su amigo de toda la vida.
Yo ya era cliente habitual, así que, cuando entré y me topé con Marcos, el camarero que estaba en el turno de tarde, me saludó y mencionó que mi sitio estaba libre y que enseguida me traería lo de siempre. Tanta cercanía era extraña. Extrañamente acogedora.
Así pues, me senté en aquel asiento ubicado en la esquina izquierda del bar. Para llegar ahí tenía que pasar de largo de otras seis mesas. Todas de madera robusta con un mantel de un pálido color rojo que hacía una estupenda compañía al naranja de las luces situadas justo encima de cada mesa.
Mi lugar me gustaba porque era desde el cual se veía más la alameda de enfrente. Además, aunque todos los camareros me dijesen lo contrario, yo sé que esa ventana es más grande que el resto. Y justamente hoy, esa ventana estaba siendo golpeada por gotas de lluvia, haciendo ese característico sonido de agua contra vidrio. Al posar la mano sobre él, se sentía muy frío, lo cual era muy agradable, he de decir. Todo el local era, en general, cálido. No caluroso, pero podías ir sin esa chaqueta que llevabas antes de entrar, así que un vidrio frío justo al lado, en el que podías reposar la cabeza si querías, era como un helado de limón en pleno verano.
Cuando Marcos me trajo lo de siempre, es decir, un café con caramelo, me quedé un rato disfrutando del suave aroma del caramelo unido al fuerte del café. Me encantaba esa combinación.
No pude ni darle el primer sorbo antes de que alguien abriese la puerta principal con brusquedad y preguntase si alguien en la sala podía cuidar de una niña que parecía haberse perdido entre la lluvia. Quien abrió la puerta era otro cliente habitual, se sentaba en la esquina opuesta a la mía cuando podía. Pasaron unos segundos y todos se quedaron callados. "Me toca hacer de niñera", pensé, y acto seguido levanté la mano hasta donde se viese claramente.
Ese joven agradeció desde donde estaba y vino a paso ligero hasta mí con la niña en brazos. Tenía ropa normal, lo cual no sería nada relevante de no ser porque era normal para verano, no para el frío invierno que estábamos viviendo, mucho menos para lluvia. No estaba inconsciente, simplemente tenía los ojos cerrados. Abrió uno de reojo para verme y lo volvió a cerrar. Le pedí a aquel chico que dejase a la niña al lado de mí. Así hizo, volvió a agradecer y se fue, alegando que si necesitaba algo se lo hiciese saber, que él intentaría hablar con los dependientes del local.
La niña tendría unos 8 o 9 años, a simple vista. La abrigué con la chaqueta de cuero que llevaba antes de entrar al local. Se arropó con ella por su cuenta, aunque no hizo amago de agradecer.
—¿Nunca te enseñaron a dar las gracias? —Pregunté intentando sonar lo más jovial posible.
—Mi mamá me dice que no hable con extraños. —Me respondió más seca que el vino que se estaría tomando algún canalla del bar.
—Pero acabas de hablarle a un extraño diciendo eso. —Quería poner a prueba hasta dónde llegaba.
—¡No es verdad! —La tenía en el juego.
—Sí lo es. Y ahora me estás hablando de nuevo.
—¡No te estoy hablando! —Me empecé a reír—¡No te rías!
—Bueno, bueno. Solo si prometes hablar conmigo.
—¿Quién eres?
—Me llamo Rosendo, ¿y tú?
—¡Yo soy hija!
—¿Cómo que "hija"? —Me desconcertó más esa respuesta que la vez que le echaron nata a mi café con caramelo.
—¡Sí! Así me llama siempre mi mamá.
—¿Y no tienes un nombre?
—¡Te lo he dicho, soy hija!
—Y dime, "hija", ¿nunca has ido a un colegio?
—No. Luca empezó a ir y quería ir con él, pero mi mamá no me dejó. Dice que eso no sirve para nada. —Empecé a darme cuenta del problema.
—¿Y quién es Luca?
—El niño vecino. Siempre salía a jugar con él al escondite, pero desde que empezó a ir al colegio no tiene tanto tiempo.
—Entiendo. ¿Y cómo es tu mamá?
—Mi mamá es rara. A veces la encuentro metiéndose azúcar por la nariz, pero me dice que nunca lo intente, que es solo para ella. A veces también grita en su cuarto hasta que hace un grito más fuerte y luego para. Se pasa todo el día tomando cerveza pero me dice que no la tome. ¡No la entiendo!
—Desde luego, tu mamá no es una buena madre. Seguro que ni ella ha terminado sus clases...
—Y siempre me dice que no mire a los chicos, que solo dan problemas. ¡Pero Luca y tú sois buenos! —Que pudiese decir eso último sin apenas hablar conmigo me transmitió cierta ternura.
—Y dime, pequeña, ¿querrías ir al colegio?
—¡Sí! ¡Y probar cerveza!
—Eso último tendrá que esperar bastante. La cerveza no es buena para niñas pequeñas, ¿sabes?
—Mi mamá siempre dice que le cura todos los males.
—Tu mamá te ha enseñado bastantes cosas mal, eso desde luego. ¿Dónde la viste por última vez?
—Me dijo que iría a por algo y que la esperase bajo la lluvia. Aunque nunca apareció...
—Creo que tendré que cuidar de ti, chiquitina. ¿Cómo te quieres llamar?