Capítulo 1: Érase una vez y una galaxia muy lejana

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La tercera de las Pléyades, empezando por la izquierda, podría parecer desde lejos una estrella cualquiera. Si uno lograra acercarse lo suficiente no encontraría más que deshechos de materia flotando en torno a una antigua y desmañada estrella.
Pero junto a ese extinguido sol, hoy cansado y naranja, orbitó hace miles de años una gloriosa civilización, de arquitectos hábiles e infraestructuras fabulosas, que conoció su fin, como muchas otras antes y después que ella, merced a la codicia de las especies que la habitaban. El planeta se llamó Darién y fue el cuarto en cercanía al sol que circundaba, señor de un sistema solar de más de treinta y dos planetas y cincuenta y seis lunas.
El cuarto planeta, de un profundo color lila, estaba cubierto de agua casi en su totalidad. Una bacteria presente en los ecosistemas marinos hacía que la proporción salina de esta fuera menor y dotaba a las aguas de un deslumbrante color violeta, que se tornaba fosforescente en las noches de verano. Las altas temperaturas y la práctica ausencia de sal favorecía que algunas zonas del planeta fueran verdaderas selvas marinas y la vegetación, vibrante y monstruosa, crecía por kilómetros desde las profundidades abisales para alcanzar la superficie.
Se decía que durante los períodos de conjunción de lunas, crecían flores acuáticas capaces de aguantar el peso de una casa entre sus carnosos pétalos.
Y es que los ritmos biológicos de Darién venían regidos por sus tres lunas: Aro, Malia y Terkeris. Aro y Malia eran gemelas, pequeñas y amarillentas. Sus órbitas estaban muy cercanas entre sí, tanto que los sabios antiguos contaban como cada mil años se rozaban. Su chirrido destrozaba los oídos de todas las criaturas vivas y los meteoritos que llovían sobre la atmósfera causaban numerosas catástrofes naturales.
Terkeris era una luna roja, monstruosa y deforme. Millones de asteroides rebotando en su superficie la habían convertido en un cuerpo bulboso y asimétrico. Sus eclipses hacían que la temperatura descendiera quince grados en apenas dos minutos. Sus plenilunios aceleraban las cosechas y arrancaban sietemesinos del vientre de sus madres. Era una suerte que sucedieran solo cada doscientos diecisiete días, porque adelantar los partos no era su única virtud.
En este salvaje mundo lila cinco gigantescas islas flotaban, más o menos juntas entre sí, sobre lo que nosotros llamaríamos el hemisferio sur: la Gran Delaya, que finalizaba en la Península de Guir, separada de la Pequeña Delaya por un finísimo estuario; las sureñas Koria y Fentos al sur; y al este, a varias lunas amarillas de navegación, las llanuras de May.
Estas tierras, algunas tan próximas entre sí que podían tenderse puentes, ocupaban la quinta parte de la superficie del planeta. Y aunque todas eran montañosas, ninguna alcanzaba a ser volcánica, y no era de extrañar, puesto que flotaban.
Cualquier tonto, sin saber una pizca de geología, podía observar cómo el plenilunio de Aro hacía descender las aguas casi un kilómetro desde su emplazamiento original. Lo mismo ocurría con Malia y, cuando ambas se juntaban, su atracción era tan grande que los puentes debían deshacerse para que el choque y el vaivén de las moles no los destrozara. Los muelles contaban con muchos niveles de embarcaderos tallados en roca, pero los barcos rara vez permanecían más de tres días en el puerto: o los remolcaban a tierra o volvían a alta mar.
El influjo de Terkeris traía cuatro días de total suspensión y un verano repentino y agobiante. El agua resbalaba por los acantilados monstruosos y los animales marinos que habían buscado refugio en las cavidades de las rocas morían deshidratados. Cuando finalmente descendían las Islas y la luna roja entraba en cuarto menguante, un festín de marisco exhausto se dejaba flotar hasta la costa y el verano se iniciaba con bailes y enjambres de insectos amantes de la putrefacción.
No era extraño para los darienos vivir inmersos en este frenético ciclo de mareas, días sofocantes más cerca del sol, o noches gélidas si una conjunción los atraía casi al borde de la atmósfera. Pero los astrónomos de Sella y los augures de Zakros, las dos grandes ciudades que controlaban los puentes entre Koria y Fentos, se agitaban nerviosos desde hacía ya tiempo.
Los textos escritos por las muy diversas civilizaciones de las cinco islas coincidían en un punto muero en su historia: todas parecían haber surgido unos dos mil quinientos años antes. Con anterior a esa fecha solo había ruinas, pero ninguna explicación. Las pirámides escalonadas Davoshi o los conjuntos palaciegos de la Pequeña Delaya contenían glifos mucho más antiguos, pero difícilmente descifrables. ¿Qué había sido de sus pobladores?¿por qué desaparecieron repentinamente? Algo había ocurrido que nadie acertaba a explicarse.
Los nueve pueblos libres hablaban de un dios creador, de una tierra limpia entre el mar violeta. Las bibliotecas acumulaban manuscritos antiguos y en ellos se decía que dios dio el fuego a los hombres, que les enseñó a navegar, a predecir las mareas con las lunas... ¿y antes de eso?
Antes de eso, nada.

Patmos era aprendiz de sacerdote en la fortaleza de Oria. Nada más que un aprendiz, pero ya sabía más que la mayoría. No en vano su madre había sabido cosas que no recordaba nadie, cosas que la llevaron a la muerte. Que provocaron la prohibición de no pronunciar su nombre.
Patmos, el de la madre sin nombre, intuía qué era lo que había acabado con las ciudades-estado de la Pequeña Delaya, con los constructores Davoshi, con los trescientos mil esqueletos fosilizados hallados en el acantilado de May.
Y no era el único. Los astrónomos de Sella, los augures de Zakros también se lo imaginaban.
El ciclo se estaba cerrando de nuevo. Pronto volverían a cumplirse dos mil quinientos años. Pronto las tres lunas volverían a alinearse sobre las islas, las tres ordenadas, las tres llenas.
Aquella seguridad en los gritos de las gaviotas rayadas, aquel aroma a catástrofe en el aire, le hizo obligarse a partir. Las catástrofes naturales, se dijo, destruyen los papiros, destruyen el pergamino, pero la palabra escrita en piedra puede perdurar siglos.
Si algo quedaba de aquellos que habitaban Darién antes que ellos, eran los esqueletos de May. Y hacia allí, hacia las inhóspitas llanuras del desierto, tendría que encaminarse.

Las islas de DariénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora