Boris apoyó fuerte la taza sobre el plato. El ruido le molestó, pero no tanto como estar desperdiciando su tiempo. "Café expreso tomar así, de un solo sorbo", recordó una de las máximas que había aprendido durante su estadía en Colombia. El intermediario se sentó en la mesa. Boris lo miró fijo. Nadie se animaba a sostenerle la mirada.
—Llegar tarde —dijo, mirándose el reloj.
—Acá adentro está el objetivo —evadió, acercándole un sobre de papel madera—. Y acá está lo tuyo —acercó otro sobre más chico. Boris palpó el grosor del más grande. "Mucho contenido. Víctima importante.", se dijo a sí mismo. Lo abrió y, antes de sacar la primera foto, preguntó "¿Quién ser?".
—Vladimir Abramóvich, 53 años. Empresario multimillonario, propietario del FC Krasnodar, equipo de la Liga Premier. Dispuesto a actuar sin compasión en un contexto de negocios para lograr sus objetivos. Colecciona yates y querellas. Muchos lo consideran el último superviviente de los oligarcas rusos. El único que supo mantener un perfil bajo y buena relación con el todopoderoso. Sin ambiciones políticas, su único salto al poder fue la compra del club utilizando las ganancias que obtuvo después de vender una importante participación en la aerolínea rusa Moscú Fly. ¿Alguna pregunta?
—¿Por qué llegar tarde? —insistió, apilando todas las fotos arriba del sobre.
—Me voy, Boris. El tipo tiene un vuelo programado a la noche. Tiene que ser en las próximas horas o no lo agarramos más...
—Llegar tarde de nuevo y cortar garganta— concluyó, pasándose el dedo índice por el cuello, mientras el intermediario salía del bar.
No podía perder más tiempo. Le quedaban dos horas para cumplir con el encargo. Tenía que interceptar a Abramovich antes de que dejara el hotel. Era difícil, pero siempre había cumplido con su trabajo. Llevaba contabilizadas 713 víctimas. Durante el último tiempo, se había perfeccionado mucho en el arte del cianuro. Lo aplicó en numerosas ocasiones, ya que era difícil detectarlo toxicológicamente. También utilizaba otros métodos. El más vistoso consistía en situar el cadáver en una cueva minada de voraces ratas gigantes en Volgogrado. Aunque este sistema, lo usó además con personas vivas a las que se les había asignado un sufrimiento "extra" antes de morir. Otro, era colocar los cuerpos en un barril de aceite y arrojarlos al lago Baikal. A veces, filmaba sus crímenes para que el cliente supiera del sufrimiento al que había sometido a su objetivo. Su favorito: congelar los cuerpos. Alguno llegó a tenerlo en el congelador durante más de dos años, razón que le valió su apodo de "Iceman" en el mundo del sicariato.
Exhaló fuerte por la boca. Le salió humo. Mucho. Sintió a Moscú más fría que sus ejecuciones. Enrolló todo lo que pudo la bufanda sobre su cuello, metió las manos en los bolsillos de su tapado y aceleró el paso. Dobló en Povarskaya y agarró Avenida de Lenin, pensando en qué tortura variopinta implementaría con Abramovich. "Pulcritud. No tener tiempo para limpiar desastre", se ordenó a sí mismo.
De repente, lo desconcentró una sirena. Frenó. Aguzó el oído y percibió que se alejaba. "No problemo", pensó. Metió de nuevo las manos en los bolsillos y esta vez lo interrumpió el gruñido de un perrito mestizo. Chiquito. Callejero. Sucio. —¡Rata molesto, salir!—. Quiso continuar caminando, pero el perro lo seguía. No dejaba de ladrarle. Un ladrido finito, pero intenso y molesto. —¡Salir de acá! —gritó, perdiendo la paciencia—. Simuló darle un pisotón para espantarlo, pero se resbaló con la aguanieve de la acera y cayó. Intentó incorporarse rápido, pero no pudo. Le dolía la espalda. "Al menos no ladrar más", se conformó. Apenas pudo sentarse en el piso, el perro empezó a lamerle la mano. —¡Rata molesto tener agallas, eh! Boris lo miró fijo. El perro también. Le faltaba un ojo, pero aun así le devolvía la mirada. Se miraron hasta que Boris no soportó más... y agachó la cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sintió confusión. También impotencia. Experimentó algo desconocido. "Iceman", por fin, había muerto.
Se secó las lágrimas con una mano. Con la otra, acarició el perro. —Buscarte la vida como yo, ¿no? —dijo, alzándolo del pellejo. Lo apoyó en el piso. Agarró el celular y, todavía conmovido, le mandó un mensaje al intermediario:
"Perder objetivo. Abortar misión. Mañana devolver dinero en bar. 11hs. Puntual".
Se sacó la bufanda, envolvió al perro y lo cargó. "Ir juntos a casa, Abramovich".
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Abramovich
Short StoryLa muerte en vida de un sicario ruso en manos de un inquieto perrito tuerto.