El canto de la oropéndola

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- "Esta jungla, este calor infernal".

Mi lánguida existencia se escurría con cada gota de sudor que la humedad sofocante me succionaba, aunque pensándolo bien, ese era el menor de mis males.

La sensación de increíble e infinita incomodidad, el hambre y la sed que poco a poco reclamaban en porciones las migajas de mi alma, quizás como pago por el osado atrevimiento de irrumpir en esta espesura salvaje y desoladora.

Las palabras de Herr Nikolaus era para nosotros una garantía, algunos lo seguíamos por su natural habilidad en la estrategia, sino también por su inteligencia y su sentido de lealtad.

A pesar de que los rigores de su comando no eran para nada suaves y muchos de los soldados que viajaron antes con él lo pintaban como un desquiciado, un ogro, un déspota autoritario, en mi experiencia, lo veía más como una persona que la vida lo puso en una situación que quizás él hubiera cambiado por otra.

Ocasionalmente se sentaba a comer con nosotros y cuando lo hacía, nos brindaba buenas historias de su natal Reichsstadt Ulm en Baden-Württemberg y cuánto extrañaba una buena pimmelwurst y un gran tarro de cerveza. Hablábamos de los buenos tiempos y de una que otra correría en la que nuestros cuellos pendieron de un hilo.

La petición que nos hizo, de separarnos en dos grupos, contravenía las órdenes del Gobernador, una pequeña voz intentaba decirme que no era la mejor idea, pero su seguridad y nuestras propias ideas de buscarle ganancia a este viaje nos abrieron la oportunidad que no tienen muchos.

Nos lo pidió en forma personal, sin ningún tipo de orden ni comando, prácticamente aprovecho lo que quizás ya intuía, que, aunque algunos de los soldados mascullaban su negativa y los mineros soltaban sus andanadas de insultos e improperios, el interés mutuo en aquella legendaria ciudad perdida nos movilizaba.

Yo por mi parte no tenía dudas y mi sentido de la preservación fue menos impetuoso que el sentido de la aventura. En la madrugada del día siguiente dejamos el campamento en sentido naciente.

Los territorios de Welserland fueron al principio llamativos y embrujantes, y es que cuando ves algo tan maravilloso desde lo lejos te hechiza, esos turquesas y azules de sus playones, el impactante verdor de sus tierras que contrastan con las brumosas y lejanas montañas, contemplando eso desde una proa sucia y desvencijada, da una idea de lo que sintieron Adán y Eva al mirar al Edén cuando los expulsaron; una sensación de premura por esta allí, que sube desde las mismísimas entrañas hasta saturar los sentidos, haciendo que el hedor de un vetusto y podrido barco en el que 50 marineros convivieron 45 días, dejaba de tener importancia.

Nunca tuve las sapiencias necesarias describir algunas cosa de la vida, como tratar de contar como la lluvia que se acerca desde lo lejos, alguna vez lo intenté y lo comparé con la manera de tratar de traducir y explicar la forma en que los colores se juntan en tus ojos al contemplar a tu esposa luego de mucho tiempo sin verla, Doña Matilde Cortaverria Usaviaga, como no desviar mis pensamientos hacia ese mirador en el Puerto de Sanlúcar de Barrameda donde tuve la fortuna de verla por primera vez.

Evocar sus ojos y su presencia me dieron algo de alivio, pero apenas comenzada a llenar mi mente, la cruda y estrujante verdad tomo su lugar.

Sofocado por un calor indescriptible, empapado por una lluvia incesante que en lugar de refrescar agobia con más pesar, abatido por los insectos grandes y chicos que revolotean sobre cada respiro y las sanguijuelas que se arrastran por la tierra y escabullen hasta mi arrugada piel atravesando las costuras de las botas, me empujaron de golpe a la realidad y los agradables pensamientos se esfumaron.

Entre aquella espesa selva mis ojos comenzaron a notar algo familiar, algo lejano que no terminaba de comprender, traté de enfocar mejor pero el agua que escurría por mi casco impedía mejorar la vista, esa pequeña y extraña visión me causó mucha curiosidad.

«Pero que hacia ese rostro allí», fue una visión que me pareció de lo más singular entre la maraña de locuras selváticas.

Luego de algunos instantes logré comprender que no solo era un rostro sino todo un cuerpo de alguien que me observaba a lo lejos y que no distinguía bien por los contornos difusos, el color de su piel y un taparrabos ocre, que apenas cubría algunas de sus partes, todo se entremezclaba con la espesa jungla detrás.

Solo logré ver que un chasquido salpicó violentamente algunas de las gotas de lluvia que pesadamente escurrían por las plantas. Sus brazos antes levantados, bajaron en un lento movimiento que no logré comprender hasta que sentí el golpe de la flecha en mi pecho, despacio caí de costado viendo como toda la selva, todas las hojas, todas las nubes y todas gotas de lluvia se venían sobre mí.

En un último movimiento logré voltear mi cara hacia el cielo para ver una gran ave surcando el gris cenit; negra como la noche, su pico amarillo pálido, un par de plumas en su cola fulgurantes como el mismísimo oro, unos ojos azules como el cielo de Cádiz en verano y su canto chasqueante y profundo como el látigo del verdugo.

«Será la mensajera que vino por lo que queda de mí?», me dispuse a entregar mi alma porque un ave tan majestuosa no debe ser señal que al sitio donde iré sea peor que aquí.

Algunos sonidos apagados de voces incomprensibles y unos pies desnudos fue mi última visión.

Fin.

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⏰ Última actualización: Nov 17, 2021 ⏰

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