Alma de combate

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Un despertar más, pero este era distinto. Como era habitual, mi primera acción después del clásico estiramiento fue mirar el móvil para ver si tenía algún mensaje importante. Para mi sorpresa, tenía una llamada perdida de aquel muchacho emprendedor que se estaba iniciando en boxeo. Rápidamente le escribí preguntando sobre aquella llamada, a lo cual me respondió que me necesitaba, que no tenía a nadie disponible y que iba a librar un combate. Me necesitaba para dentro de unas 3 horas. El tiempo no me sobraba, precisamente, pero le dije que intentaría estar ahí lo antes posible. El día empezaba de forma interesante, eso cuanto menos.

No voy a mentir, no me esperaba demasiado de este amigo, llamémoslo J, pues solo entrenaba en la calle con otro chaval, y se iba a enfrentar a alguien que ya llevaba tiempo entrenando. Todo pintaba a que iba a ser una paliza unilateral, pero no perdía nada por verlo. Además, yo también quería llegar a enfrentarme a J tarde o temprano, aunque luchásemos artes marciales distintas. Quería librar un combate real contra él, solo por la adrenalina del momento. Así podía verle bien en acción y saber a lo que me enfrentaba. Pero de momento estaba en esa última posición, como un mero espectador.

En el trayecto, descubrí que mis capacidades físicas van más allá de las de un tranvía, lo cual me sorprendió gratamente. Y, unas calles después de haber hecho tal descubrimiento, vi a J. Parecía tener bastante miedo. Es más, dijo que estaba muy tenso. Era su primer combate, eso se notaba aunque ni siquiera le hiciese mención. Iban a librar el combate en un intento de gimnasio, con peste a sudor y un tatami que parecía no haberse limpiado desde hacía décadas. El entrenador del otro chico y del gimnasio en cuestión tenía más pintas de camionero que de entrenador, pero realmente, la mayoría de entrenadores de boxeo que había visto en mi vida eran similares por algún motivo que todavía desconozco.

El otro chaval llegó como quince minutos tarde. Al verlo, lo reconocí. Nos habíamos visto un par de veces en el pasado, en la universidad, aunque ni siquiera me acordaba de su nombre. Una vez que llegó él, entramos los tres a ese antro. Ellos dos para calentar, yo para mirar y grabar alguna que otra cosa que me pidiese J. Aunque no me faltaron ganas de empezar a golpear los sacos de boxeo que había ahí a mano desnuda. Claro que eso era una falta de respeto al camionero que ejercía de entrenador, además de posiblemente lesivo para mis manos por el momento. 

No estuvieron calentando demasiado, las cosas como son. En menos de 20 minutos, ya había un ring preparado para ambos. Ellos dos iban a hacer tres asaltos de tres minutos mientras todo el resto miraba. Igual no era la más cómoda de las situaciones ni muchísimo menos la más profesional, pero servía como apaño. Y empezaron los asaltos.

Me esperaba mucho menos de J y mucho más del otro chaval. Los dos primeros asaltos fueron bastante frenéticos, con golpes por todos lados y muchos esquives dignos de ver que nada tendrían que envidiar a algunos que estuviesen entrenando ahí. El tercer asalto, no obstante, sí que estuvo mucho más decantado para el otro muchacho. Más por demérito de J que por mérito suyo, he de decir, pues J tenía bastante peor resistencia física. 

Una vez acabado el combate, noté que mi adrenalina subía. No recordaba la última vez que me sentía tan animado a combatir, a pegarme con alguien desde la deportividad. Por no decir que estaba bastante convencido de que no había tenido una sensación así fuera de mis momentos de entrenamiento. Y, por fortuna mía, en tres horas me tocaba a mí ir a kárate. Y estaba deseando que me tocase combatir contra algún oponente digno que me hiciese sudar la gota gorda.

La adrenalina se me mantuvo hasta que tuve que pillar el bus de vuelta a donde venía, lo cual era prácticamente una hora de trayecto. A partir de ahí, empecé a notarme algo adormecido. Y, cómo no, cerré los ojos para descansar la vista y me calmé totalmente. Cuando llegué a las puertas del dojo, ya no quedaba nada de esa adrenalina. Me encontré con mis compañeros y nada, no me apetecía librar combates. 

Hasta que, en efecto, sí que tuvimos que combatir. Me tocó contra ese cinturón amarillo con el que a veces me emparejaba. No era muy fuerte, ni muy débil. Le podría ganar si fuese con todo, o eso creía. Sin embargo, ese día él iba mucho más ágil y potente que de normal. De no ser porque eran prácticas, me habría llevado más de un golpe de lleno, eso seguro. Y esa adrenalina que creía que se había perdido, comenzó a volver. Empecé a querer pegarle de verdad, sin contenerme. Obviamente lo consulté antes con él, y dijo que sin problema. Ahí fue cuando me desquité de mis ansias de combate, aunque hubiese deseado que fuese un combate real y no un mero ejercicio de golpear y esquivar. 

Si bien él estaba más ágil y fuerte que de costumbre, también me hubiese deseado emparejarme con aquel cinturón marrón con esos gritos tan característicos. Ese que parece tan buen chaval y luego es capaz de tumbarte de tres golpes. Quería llevar mi cuerpo al límite y acabar tumbando yo a algún peso pesado de la sala. Quería exhibir mi fuerza y destreza frente a todos de una forma u otra.  Aunque, obviamente me quedaría mucho más contento si fuese con alguna caída al suelo de cualquiera de mis adversarios.

Cuánto odiaba tener poco espacio en casa en esos momentos. Si tan solo gozase de más libertad de movimiento, me habría puesto a entrenar como nunca. Que en el examen de cinturón se pensasen de verdad subirme dos cinturones completos en lugar de uno. Reventarme el cuerpo y luego sentir que he hecho un buen trabajo.

Voy a por ti, J. Y más te vale estar preparado.

Noviembre de relatos #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora