ONESHOT

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Barbara, en verdad eres un incordio, pensó Rosaria.

Contempló el humo exhalado desvanecerse sobre ella en la oscura bóveda de la catedral. Sus brazos descansaban extendidos a lo largo del respaldo y la ceniza de su cigarrillo caía sobre la lustrosa madera del banco. Era la única persona en la nave a esa hora, por lo que nadie podía decirle que se comportara de forma más adecuada a su profesión.

Sin que se percatara, su pierna se movía inquieta, impulsada por cierto nerviosismo. ¿Cuándo había sido la última vez que había complacido su hambre? El blanco guante, tan pálido como su piel, ahora estaba impregnado de rojo; las garras, en cambio, resplandecían plateadas arqueándose como una luna creciente sobre sus dedos. Había pasado su lengua por cada pliegue de metal, con tal de recuperar aunque sea la más ínfima cantidad de sustancia que hubiera quedado. Pero no era suficiente. El dulce sabor la había dejado más sedienta y aún podía sentirlo en su boca, opacando incluso la amargura del cigarrillo.

No era como si pudiera volver al acecho, protegida por la oscuridad que la había criado; era demasiado arriesgado volver a actuar en la misma noche tras ser descubierta. Además, debía encontrar un nuevo objetivo.

Los arabescos de la cúpula parecían danzar frente a sus ojos. La oscuridad los distorsionaba o el hambre ya le consumía la razón. Tantos callejones en Mondstadt y la torpe diaconisa tuvo que adentrarse en el único donde había decidido consumar sus actos prohibidos. Sólo había degollado a un pecador. Que el líquido que fluye de una vida nutra a otra, que nada sea desperdiciado sobre el empedrado inerte. Entonces, ¿por qué había gritado más que su víctima? Rosaria había desaparecido antes que la aguda nota dejase de vibrar en el aire.

Una de las puertas laterales de la catedral se abrió. El tan conocido paso que la hacía suspirar con exasperación no tardó en resonar en las paredes.

—Hermana Rosaria, sabía que te encontraría aquí —dijo Barbara, con la respiración agitada—. ¿Estás fumando en la iglesia?

Rosaria llevó el cigarrillo a sus labios tan faltos de color como los de un cadáver y tomó una bocanada, sólo para exhalarla instantes después frente a la joven como una innecesaria afirmación a su pregunta. Como deseaba que se desvaneciera junto a la humareda.

—Ya terminé —dijo y apagó el cigarrillo contra la madera.

La joven emitió un grito y Rosaria sonrió para sus adentros al ver el dulce semblante fruncirse.

—¿Qué te ha ocurrido en la mano? —preguntó Barbara, ignorando la ceniza sobre el banco. Atentó con tomar su mano para una inspección, pero Rosaria la cubrió detrás de su otra palma.

—¿Por qué has venido tan apresurada a molestarme?

Rosaria desvió la conversación; había olvidado el guante manchado de sangre. De todas formas, en la penumbra era indistinguible de una mancha de tinta. Barbara comenzó a entrelazar un dedo en uno de los mechones que enmarcaban su mejilla, avergonzada a causa del tono áspero con el que se había dirigido su superiora con ella.

—He... he visto al vampiro de Mondstadt.

—¿Así es como la llaman? Suena un poco fantasioso.

—Bueno, no se encuentra así en los registros oficiales, pero es como las personas le están diciendo. Lo he visto cerca de aquí, quizá si me acompañas... —El tono de su voz comenzó a disminuir a medida que terminaba la oración. La propuesta fue acompañada con el adorable balanceo de su falda.

—De nada sirve que la hayas visto hace poco si terminas tardando tanto en decírmelo —espetó Rosaria. Por algún motivo, ver a la joven avergonzarse la divertía. Era como si cada una de sus palabras pintara sus mejillas de rosado. Consideró tomarlo como una pequeña venganza por arruinar su cena—. Sé una chica obediente y ve a dormir.

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