Damien ha muerto. Hace tanto tiempo que perdí la cuenta de los compañeros muertos en el campo de batalla que para recopilar todos sus nombres necesitaríamos casi todo el papel del mundo. Ya no preguntamos cuando terminará la guerra, solo nos limitamos a atacar y protegernos mecánicamente.
- ¡Emboscada! - grita alguien
Otra más. Me levanto, cojo el fusil y salgo fuera. Cierro los ojos y disparo. A estas alturas de la guerra debería darme igual el número de soldados que mato, pero no es así, cada día disparo imaginándome que las balas serán de humo cuando toquen el cuerpo del soldado enemigo.
Una bomba cae a cinco metros a mi derecha. Explota. Vuelo por los aires unos centímetros y choco contra la otra pared de la trinchera. La vista se me nubla y me entra el pánico. Todos corren a mi alrededor gritando. O eso creo que hacen. Sus voces se distorsionan a mi alrededor, como si estuvieran a kilómetros de mí. Alguien me agarra del brazo y tira de mí para alejarnos, y entonces me doy cuenta: de mi oído derecho sale sangre, que resbala por mi cuello y mancha la camiseta. Y ahora sí, noto un fuerte dolor que hace que se me inunden los ojos de lágrimas. No. No puedo llorar a estas alturas de la guerra. No cuando llevamos dos años y medio metidos en una trinchera pasando calamidades. Corro todo lo que mis piernas pueden y en cada pisada es como si otra batalla se librara dentro de mi oreja. Miro a todos lados buscando un resquicio de tranquilidad, pero todo es caos.
Deben de ser las cinco de la tarde más o menos pero ya ha oscurecido. Después de estar casi tres horas luchando bajo el frío glacial propio del invierno francés, los dos bandos nos dimos una pequeña tregua para reponer fuerzas de nuevo. Algunos intentan dormir y, los otros, nos limitamos a no pensar en nada.
Hay luna llena. El cielo está despejado y lleno de estrellas. Es precioso. Recuerdo las noches de verano en las que me pasaba horas y horas con mi hija Charlotte mirando las estrellas y haciendo dibujos uniéndolas. Sonrió y lloro en silencio. Todo era perfecto antes de que mi país entrara en guerra con Alemania.
- Adrien ¿Qué haces aquí con el frío que hace? Vas a coger una pulmonía como sigas así - pregunta alguien
Es Antonie.
- De algo hay que morir, ¿no crees? - respondo sin dejar de mirar la luna.
- No digas sandeces ¿cómo va tu oído?
- Bien. No saben si volveré a escuchar
Cuando explotó la bomba el impacto fue tan fuerte que me reventó el oído. Ahora tengo la cabeza enrollada en vendas. Antonie y yo nos quedamos mirando un rato más las estrellas y volvemos a nuestro refugio.
La niebla es tan densa que casi no podemos ver lo que tenemos a tres palmos de nuestras narices. Vamos a atacar en cinco minutos. Todos estamos ya preparados para salir a pelear. El coronel da órdenes que yo no alcanzo a escuchar. Nos amontonamos en las paredes de la trinchera. La venda dificulta que vea.
Tengo un mal presentimiento.
El coronel grita y todos subimos las escaleras para enfrentarnos a los soldados alemanes. Disparo. La bala acierta en el estómago de un hombre alto y moreno que lanza un grito desencajado al aire y cae. Sigo avanzando y vuelvo a disparar, esta vez a un hombre de ojos verdes. La venda se resbala por mi frente e impide que vea con un ojo. Sigo corriendo y lo noto, noto un dolor caliente en mi pecho. Alguien que no consigo ver me ha disparado en el pecho. El campo de batalla e da vueltas y caigo al suelo. Empiezo a perder la visión. Ya está aquí, la dulce muerte.
- ¡Adrien! Venga compañero, levántate, ¡se fuerte! - grita Antonie.
Pero ya es demasiado tarde. Ya no hay vuelta atrás. El túnel de la muerte me absorbe, pero ya no tengo miedo. Ya no veo balas, ni soldados, ni tanques, ni trincheras... Solo veo a una niña rubia de ojos grises. Charlotte. Mi Charlotte. Mi querida niña me está sonriendo. Yo también le sonrío. Levanto la mano y le acaricio la mejilla.
Y entonces, todo se vuelve negro.
Fin.