Y desperté un día...
La rabia desmedida me había sobrepasado,
me llegaba hasta las rodillas.
Me sacudió como las mujeres
agitan la ropa al viento para desvanecer
las arrugas indeseables.
Me desgajó las piernas
y así fragmentada,
solté el cuerpo rendida,
tendida boca arriba floté
como un corcho a la deriva,
empujada por olas agitadas
por un viento enardecido de furia.
Ante mí, el ojo de la tormenta se abrió.
Sobre mi cabeza como una cortina se descorrió.
Un enjambre de luces
formaba diseños orgánicos
y haciendo piruetas atrapé en mis manos
un puñado de ellas y confeccioné un collar.
Ahí, en la calma que precede a la desdicha
encontré a Dios,
ése ser en quién ya no creía.
Pero, no era el Dios que suele empuñar
el dedo flagelante e inquisitorio.
Era el otro,
aquel que se hace presente en la soledad de la montaña
o después del sueño,
cuando despiertas perdida,
tendida sobre la arena de tu cama exhausta.
Ahí lo encontré dentro de una botella
y como mensaje,
mi deseo irrefrenable de vivir.