Desde la penumbra un latido
me acompaña prendido a la ropa,
como un perro faldero
sigue mis pasos con estruendoso silencio.
Olisquea y se oculta bajo el velo
que proyecta un haz de luz de día.
Nadie te ve,
Nadie te escucha,
y tú todo lo miras.
Pero no con los ojos del cuerpo
sino con la agudeza de la piel,
con el instinto
entabla cautivadoras charlas conmigo.
El cuerpo es una caja
que guarda las risas,
un cenzontle que canta al amanecer,
un bordado de telar
y una perla antigua.
Entonces, las palabras surgen de la caja,
sobrevuelan en círculo la boca de la gruta;
salen en grupo a la luz de la aurora.
Las palabras ahora en sus labios florecen
ceniza purpurea que espolvorea los campos
y colorea la tierra.
Digno cerezo que oculta su belleza
hasta la llamada oportuna de la naturaleza.
Muestra sin temor las marcas del tiempo
en sus manos raídas,
se extienden y con breve tacto se encienden
como luciérnagas.
Sigue creciendo sin tregua,
sigue labrando tu tierra
y del mordaz cuervo avaricioso
pon a salvo todo aquello
que relumbra.
Apártate de él antes de que se apodere
de la luz de tus ojos,
de la cuchara de plata,
del maíz dorado
y de nuestros destinos entrelazados
como una enmarañada madeja.