-5 años-
—¡Mamá, mamá!
—¿Qué sucede, Guillermo?
—Hoy Samuel besó a Sara.
La risueña señora le dio una rápida mirada su esposo, quien acaba de recoger a su pequeño hijo del nido.
—¿Ah si?
—Sí mamá, ¡a una niña! —declaró el pequeño de abultadas mejillas y oscuro cabello, con un tono de voz evidentemente disgustado y abriendo los brazos de una manera por demás cómica.
Ambos padres se miraron divertidos y enseguida esbozaron una pequeña risa. Entendían la divertida controversia que los infantes tenían a esa edad. Niños por un lado y niñas al otro.
—Que asco —concluyó, depositando su liviano cuerpo sobre el mueble del salón principal.
-8 años-
—Mi prin... ¿qué?
—Tu princesa.
—Ugh.
—Eso es lo que mamá me dijo, que algún día todos encontraremos a nuestra princesa ideal.
Guillermo, quien trataba de prestar atención a clases, le dio un suave golpe en el estómago a su amigo, Samuel, al darse cuenta que el profesor los estaba observando.
El menor había escuchado hablar de esas "princesas" miles de veces en los cuentos de Disney, pero si su lógica no le fallaba, todo era una fantasía y esas cosas no sucedían en la vida real. ¿Quién se enamora de alguien en tan sólo veinticuatro horas y se casan al día siguiente para cumplir el "y vivieron felices por siempre"? ¡Nadie! Según el, ¡absolutamente nadie! A pesar de su corta edad, sabía que todo eso no eran más que ilusiones.
(...)
—Guille, me dolió el codazo que me diste —reclamó el castaño, notando como un leve sonrojo se hacía presente en las abultadas mejillas de su amigo.
—Da igual Samuel.
—¿Estás bien?
El menor, tomó un sorbo de su jugo y observó a algunos alumnos que hacían fila en el patio de comida. ¿Qué podía decirle? ¿Que estos ocho años de su vida había estado viviendo engañado con historias que vendían finales perfectos? Definitivamente no.
—No pasa nada —declaró risueño, partiendo su sándwich en dos y entregándole uno de los pedazos a su amigo.
—Gracias.
-12 años-
Guillermo suspiró cansado. En las últimas dos semanas, Samuel no había parado de hablar de lo linda que era la estudiante nueva. Sentía que quería tomar uno de sus lápices y clavárselo lenta y dolorosamente en el ojo.
—Si tanto te gusta porqué no le hablas.
—Me da vergüenza —confesó el mayor, observando desde su pupitre a la aludida.
El pelinegro tomó su cartuchera, con la intención de poner su plan en marcha, pero tan pronto como se le vino a la cabeza, se fue. Todo esto le parecía una situación por demás absurda. Aún eran unos niños y se suponía que su única preocupación era la de estudiar y sacar buenos puntajes en los exámenes.
—Dile que te preste su borrador y ya. Además, se supone que aquí el tímido soy yo, no tú.
—Lo sé. Tú eres muy tímido, Guille —concordó, despeinando levemente alguno de sus cabellos, cosa que causó un quejido por parte del menor—. Pero es que no sé, no puedo.