El reino de Morfeo:

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Conducir el carro de los sueños no salió bien. Si la policía de los sueños hubiese estado patrullando, me habría hecho parar y me habría puesto una multa.

Enseguida un viento psíquico de costado alcanzó mi conciencia. Caí a través del suelo y me precipité más allá de las escaleras, las oficinas y los armarios de las escobas, dando vueltas hasta las entrañas de la torre como si hubiesen tirado de la cadena del inodoro cósmico y me hubiese arrastrado el remolino. (Que es un sanitario asqueroso, por siento. Nadie lo limpia nunca)

"¡SUBE, SUBE!", ordené a mi sueño con toda mi voluntad, pero no conseguía dar con las riendas.

Caí en picado a través de un tanque de fuego griego. Eso fue una novedad. Fui a parar a los túneles de debajo de Manhattan, buscando desesperadamente a mi alrededor algún rastro de mis amigos y los trogloditas, pero iba demasiado rápido girando como un molinete. Llegué al Laberinto y salí despedida de lado, arrastrada por una corriente de éter sobrecalentado.

"Puedo conseguirlo", me dije. "Es como si estuvieras conduciendo un carro. Solo que sin animales. Mi carros. Ni cuerpo"

Ordené a mi sueño que me llevase con Percy: la persona a la que más quería ver. Me imaginé mis manos estirándose y agarrando unas riendas. Justo cuando pensaba que las tenía, el paisaje onírico cambió. Me encontraba otra vez en las cuevas de Delos, con los gases volcánicos estratificados en el aire y la silueta oscura de Pitón moviéndose pesadamente entre las sombras.

—Vaya, otra vez eres mía—dijo regodeándose—. Perecerás...

—No tengo tiempo para ti ahora.—Mi voz me sorprendió tanto como al reptil.

—¿Qué?

—Hasta luego, reptil asqueroso.—Sacudí las riendas de mi sueño.

—¿Cómo te atreves? No puedes...

Di marcha atrás a toda velocidad como si estuviese enganchada a una goma elástica.

Retrocedí como en una montaña rusa por el Laberinto, los túneles de los mortales, las escaleras de la torre... Finalmente me detuve de una sacudida. Se me cerró el estómago y devolví... bueno, el vomito espiritual etéreo que uno puede echar en el mundo de los sueños.

Mi cabeza y mi estomago giraban uno alrededor del otro como planteas de lava inestables. Me encontré de rodillas en una habitación bastante poco acogedora. Sin vista al exterior, ni alfombras ni siquiera una puerta.

En el centro de la habitación de piedra habían unas gruesas cadenas de oro imperial que sostenían sobre el suelo al cuerpo de Percy.

Se me detuvo el corazón por un momento, él llevaba puesto únicamente un harapo medio quemado para cubrirse. Su cuerpo estaba lleno de heridas abiertas y golpes. Parecía estar despierto, pero apenas consciente, tenía los ojos en blanco y respiraba débilmente.

—Arty...—murmuró él.

Ignorando el hecho de que en ese momento estaba en mi forma romana, me partió el corazón oír su voz, quebrada y débil.

Un enorme sujeto, quien supuse era su torturador, le sujetó la cabeza.

—¿Hablas de la diosecilla que tienes por mascota?—rió el sujeto—. No te preocupes, me haré cargo de ella muy pronto. Tan rápido como Nerón destruya la ciudad me la dará para que me haga cargo, y mientras no la mate para que el jefe se la pueda entregar a ese reptil, puedo hacer lo que quiera con ella.

El torturador desenvainó una daga y se la enterró en el hombro derecho a Percy.

Él soltó un desgarrador grito de dolor, se removió y se agitó en sus cadenas antes de volver a agachar la cabeza sin energías.

Las pruebas de la luna: La Torre de NerónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora