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Allí me encontraba yo, acurrucada bajo el sillón de piel cual dueño posaba sus pupilas sin vida sobre las mías.

Por espacio de cuatro días y cuatro noches me dediqué a cuidar de mi misma viviendo en las sórdidas calles de una Alemania quemada por los fríos habitantes que la formaban.

Una noche en la que paseaba por un callejón que chapoteaba a cada pisada, un guarda de paisano dio conmigo y me llevó a un lugar, llamado por mi inocente e inmadura mente de adolescente, "buscafamilias".

Poseía unos 16 años por ese entonces y era implícito tener un hogar en el que residir para la mayoría de gente.

Pasaron horas y horas procurando hacerme hablar y buscando a algún familiar que no estuviese viviendo en el edén entre las garras de aquél Dios tan importante para los creyentes.
-Niña, -Se me dirigió una señora con el habitual deje alemán en las palabras. -No tienes ningún familiar?

Como era de esperar, callé, no contesté a la cuestión de respuesta tan evidente.

-Está bien, -Dictaminó. -La llevaremos a un Waisenhaus.

Orfanato, aquellas personas pensaban enviarme a un orfanato, el cual me encarcelaría hasta mis más últimos años, necesitaba a alguien en el que pudiera confiar aunque fuese un mínimo uno por ciento. Tenía al elegido en mi mente, aunque ahora neurótico, siempre se había portado como un padre para mí.

-¡Francesc! -Vociferé para que aquella rubia volviera a escucharme. -¡Francesc Barrós!

Un silencio inundó el salón, todos me miraron con expresión aterrada en el rostro, como si el nombre que hace unos segundos había pronunciado, fuese el de un asesino a sueldo buscado por las más importantes guardias alemanas.

Cartas de guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora