Al igual que la línea del mar, la población en la que realizarían la siguiente pausa de su viaje estaba también muy cerca. Tras lo que debió de ser una media hora más de camino, Enjolras y Grantaire distinguieron por fin en la distancia el perfil de un conjunto de casas y edificios más aglomerados, según les pareció, de lo que habían habitualmente encontrado en el interior del país, como era propio del litoral. Una vez avistada aquella población, su anticipación aumentó aún más, y se dirigieron hacia ella con mayor vigor en sus pasos, animados por la cercanía y el rumor cada vez más claro del mar en sus oídos.
No mucho después, con las piernas cansadas y la espalda protestando por el equipaje siempre a cuestas, ambos traspasaban la entrada a lo que parecía un pueblo marítimo discreto en tamaño, pero de apariencia algo más urbana que la villa de la que provenían. Las edificaciones eran en su mayoría blancas con tejas anaranjadas, su aspecto claro y limpio a pesar de la humedad que impregnaba el aire, y una construcción de piedra antigua coronaba el borde de la costa, que se introducía en el mar como un cabo estrecho y alargado, no muy lejos de una pequeña isla que se apreciaba en la distancia. Según descubrieron al encontrar un cartel con el nombre de la población, aquel lugar era, ni más ni menos, el puerto desde donde el infame Buonaparte había abandonado el continente por última vez casi dos décadas atrás, y aquello, en opinión de Enjolras —que, por lo demás, encontraba irónica aquella coincidencia de su destino—, solo se sumaba a su encanto natural.
Ese día, como en cualquier otro de trabajo, la población bullía de actividad, haciendo eco de las voces de pescadores, artesanos y otros tantos oficios que se disputaban los espacios comunes de las plazas y los mercados. Grantaire y Enjolras sabían, por experiencia, que lo primero que debían hacer era buscar un sitio donde hospedarse, pero ambos ansiaban ver el mar más de cerca y se dirigieron primero, por tanto, al extremo del pueblo para ver la orilla, movidos por la celeridad de la impaciencia y el entusiasmo.
Allí, junto a un pequeño muro que circundaba a intervalos la arena, pudieron detenerse, apoyándose sobre la piedra para contemplar la playa. Ese día, las nubes del cielo habían avanzado hasta dejarlo casi despejado y la luz del sol se reflejaba directamente sobre la superficie del océano, tiñéndolo de un color aguamarina salpicado de blanco en las crestas de las olas, suaves por la falta de viento y la benignidad de las corrientes en el litoral.
Desde esa pequeña distancia, Enjolras contempló el ir y venir del agua con visible arrobo, fascinado, y Grantaire —que había suspirado profundamente al llegar, como si volver a ver el mar después de años le aliviara el espíritu de algún modo inefable— le sonrió al darse cuenta.
—¿Te gusta? —inquirió, aunque creía estar seguro de la respuesta.
Enjolras tardó un segundo de más en percatarse de que le había hablado, tan embelesado como se hallaba ante las vistas. Se sobresaltó un poco, preguntó a Grantaire si le había dicho algo y este, con una mirada dulce, repitió su propia pregunta, ante la que Enjolras esta vez asintió inmediatamente.
—Es precioso —declaró, casi sin aire, como si el estupor del paisaje le hubiera arrebatado el aliento—. Precioso... e hipnótico. Siento que podría quedarme mirándolo durante horas.
Grantaire asintió a su vez, conociendo bien la sensación, y se quedó pensativo un segundo.
—No veo por qué no hacerlo —comentó—. Si quieres, podemos buscar ahora un alojamiento, dejar en él el equipaje y volver para pasar la tarde. ¿Te gustaría?
Enjolras apartó los ojos del mar para mirarlo —lo cual ya parecía ser indicativo de su respuesta— con radiante anticipación.
—Me encantaría.
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"Amor, tuyo es el porvenir"
FanficParís, Francia, 6 de junio de 1832. Tras el fracaso de la insurrección popular en las barricadas, ante un pelotón de fusilamiento dispuesto a acabar con su vida, Enjolras enfrenta la muerte con dignidad, sabiendo que los Amis de l'ABC han luchado ha...