Miradas

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A veces, no siempre, se puede obtener un bello y cálido momento al despertar, tu mente se aclara poco a poco, la calidez de sol se cuela por tu ventana junto a sus rayos de luz, teniendo una agradable pelea con el viento que refresca tu rostro, lo suave de las sábanas se intensifica con la penosa idea de tener que abrir los ojos, mover tu cuerpo, envolverte en tus ropas, ver y oír a la gente, corriendo y gritando de un lado para otro en un eterno tedio.

Abro mis ojos, una verdosa mancha de humedad me devuelve la mirada desde el techo.

Tomo mi ropa, me visto mientras camino lánguidamente hasta la cocina, relleno mi taza con esa maravillosa droga negra que reactiva mis sentidos, mi vista se aclara, irgo mi espalda mientras hago sonar mi cuello.

Al terminar de espabilar, tomo mis llaves sin siquiera ir al baño, ni cepillar mis dientes, siquiera lavar mi cara.

Al salir, el sol se siente en su punto justo, unos treinta grados , lo suficiente como para vestir de una forma cómoda, pero no demasiado como para sofocarte.

Cerca de diez cuadras me separan de la estación de tren, las casas pasa como diapositivas en mi mente del barrio donde crecí, a pesar de tener mi mirada clavada al suelo, siento a la gente voltear, hombres, mujeres, ancianos y niños, voltean a mirarme, por el rabillo del ojo veo sus rostros girando sobre sí mismos, contorsionándose en tétricas muecas, pasando a mi lado como pinceladas borrosas en el agua.

 Al llegar, el tren abrió sus puertas como esperando mi llegada, silbaba y resoplaba formando pequeñas nubes blancas que se perdían en un espiral de viento ascendente por entre los vagones.

Me siento acosado, sin alzar la mirada dejo caer mi cuerpo en uno de los asientos de plástico pre moldeados, haciéndole soltar un suspiro al sentir mi peso, mientras su gastado tapiz pellizca mis piernas.

Viendo por la ventana, siento el remolino de colores a mis espaldas, la multitud que entra y sale se vuelve una masa deforme de pinceladas borrosas, algunos se acercan de más, lo suficiente como para notar como sus rostros cambian en intervalos irregulares.

Algunos rostros se marchitan consumiéndose y mezclándose en un fondo entre negro y gris hasta no sé más que una mancha invisible entre la multitud, otros revelan largos dientes al sonreír que llegan a atravesar sus mandíbulas.

Los peores son los que me ven fijamente, con una mirada acusatoria, como queriendo que sintiese culpa por sus rostros, la mayoría de las veces, esas miradas desaparecen rápido, el rostro suele romperse como muñecas de porcelana, o dividirse y abrirse como sandías huecas.

Esta ves es justo frente a mi, por el espacio entre los asientos dos luceros celestes me ven fijamente, curiosos, amables e inocentes, el sol quema los colores sobre ellos, dejando un resplandor blanco amarillento, que se mueve de arriba abajo, buscando mis ojos.

Me recuesto sobre mi asiento y cierro mis ojos, mis ojos duelen por el brillo que emana, lo veo moverse con curiosidad, mirándome de arriba abajo buscando una pizca de atención, sin sabes que su imagen ocupa toda mi mente, quemando mi retina con su resplandor.

La luz comienza a atenuarse, me pregunto si ya se aburrió, la poca luz que atraviesa mis párpados comienza a retorcerse bruscamente por unos segundos, haciéndome salir de mi estupor de un sobresalto cuando los colores se apagaron en un giro brusco que lo desgarra y lo divide.

Abrí mis ojos disimulando mi sobresalto, sin limpiar la gota de sudor que recorre mis patillas, una hermosa niña posa suave y lentamente sus dos grandes ojos celestes en los míos, su esponjado cabello rubio casi llegando a blanco refleja el sol que se cuela por la ventana, iluminando mi rostro y el de su madre donde yacía acostada sobre su hombro, su diminuta manita se estira en mi dirección, la cual ignoro por la profunda hipnosis en la que tenía sumergido esos grandes luceros.
El tren chirrió y silbo al llegar a mi estación, la niña se elevó junto a su madre y caminaron frente a mi, sin quitar sus ojos de mi, salimos de la estación de tren.

Cuando quise darme cuenta de a dónde me dirigía siguiendo esos ojos, ya estábamos en plena avenida cruzando por la senda peatonal, frene en seco al salir de mi estupor, solo para ver a esa madre junto a su hija ser atropellada por un gran camión frente a mi, de esos que llevan una gran acoplado, como si fuera diapositivas en mi mente, vi esos luceros girar bruscamente bajo los grandes neumáticos, pasando de un celeste cálido y acogedor, a mezclarse con el rojo de la sangre volviéndose un  bermellón oscuro, sus brillantes risos Blanquecinos, ahora con un color rosado brillante se enredaban en su rostro pálido e inocente.

Los ocho neumáticos chirriaron al unísono mezclándose con el fuerte crujido de ese pequeño cráneo cediendo ante ellos, terminando en un escalofriante gorgoteo del cuerpo que yacía bajo el acoplado mezclándose con el silbido de los hidráulicos.

Al momento que mi mente volvió a mi cuerpo, ya estaba corriendo, lágrimas caían de mis ojos, siempre es lo mismo, nunca e podido hacer nada al respecto, solo puedo correr sin quitar mi vista del suelo.

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⏰ Última actualización: Dec 17, 2021 ⏰

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