Capítulo 1: Libertad

159 9 2
                                    

Acto 1

"Solo con la prudencia, la sabiduría y la destreza se logran grandes fines y se superan los obstáculos"

Napoleón Bonaparte, el primer emperador

Ray Corbin - La guerra.

-A las armas... Ciudadanos-

Ahí me hallaba, cojeando sobre la multitud de escombros de una Notre-Dame envuelta en llamas sombrías al son de mi canto, el himno de una historia masacrada.

"Es hoy", pensé en mis adentros. "Hemos vencido a la tiranía". Ignoraba el hecho de que esas palabras no eran más que intentos de purificar mi conciencia. Las lágrimas se dejaron caer por mis ojos cuales gotas de rocío en primavera, tanto así como la sangre que fluía a chorros por mi abdomen. Cuanto más avanzaba, más me dolía, y a su vez, más entendía que la guerra era un despropósito. 

Guerra... No es una palabra sencilla de explicar. La guerra es un ser frío, atroz, cruel, pero sobre todo: libre. Es un juego sin reglas, una apuesta en la que siempre se pierde, un sinsentido que recoge las almas de pecadores e inocentes por igual. Lo que todos ignoran es, que la guerra y la muerte van de la mano, y no entienden de bandos. Fue indiferente haber realizado tanto esfuerzo y sacrificio en nombre del recuerdo y la fe. Aunque también se oculta otra verdad... La guerra nos hizo avanzar tanto a la humanidad... ¿Me convirtió en un cínico el pensar así?

De todos modos, aun tras haber ganado, lo último que sentí fue felicidad y gloria. Percibí la ruina bajo mis pies, llevándome con ella, al ver sobre mi marcha a los cadáveres de mis compañeros. Las personas con las que compartí una visión en este infierno de tristeza, se fueron para formar parte de las estrellas del cielo. Lo único que no quería encontrar con la mirada era el rostro de quien fuera algo más que un compañero; un amigo. Alguien con quien conocí la alegría en la desgracia. -Nicolay... ¿Dónde estás?- 

Esto no fue una victoria, porque en este juego llamado "guerra", no se puede ganar. Los rostros se pierden entre las cenizas, las esperanzas se desvanecen entre los gritos, las familias se rompen entre los escombros. A cuántas personas dejamos atrás en la muerte... Y cuántas faltan por reclamarla.

-Vienen... A degollar a... Nuestros hijos... A nuestras... Esposas- No podía más.

Escuché a través de la neblina y la ceniza escarchada por el frío del norte, el resonar de los cuervos junto a gritos de ira transformada en agonía. Euforia canalizada se abrió paso entre mis tímpanos, perdiéndome la mirada. Hasta ese momento, no sabía que la muerte se podía oír. Quien fuera el causante de semejante dolor, sabía lo que hacía.

A cada paso que daba, notaba cómo la bandera que sujetaba con mi mano izquierda se balanceaba al son y armonía del lúgubre réquiem que cantaba. En lo que llegaba a mi destino, vislumbré una gran masacre sobre los numerosos asientos de la sala principal de la catedral. Sangre esparcida sobre las paredes, como si de una pintura abstracta se tratase. Un hedor a metal y odio penetró mi alma, y mis piernas se paralizaron al ver las caras de aquellos cadáveres sin color. Eran enemigos, sí. Pero también eran hijos, padres, hermanos, esposos... Y más importante: personas. Aunque me quisieran muerto, comprendí que hacían lo que ellos creían correcto, al igual que a mí. 

Al ver tal despojo de vida en sus expresiones, me replanteé mi propia existencia. Contemplar semejante atrocidad en la santa cúspide de la fe y la esperanza, era inhumano. La sangre salpicaba los aposentos de inocentes que creían que Dios les salvaría. Ojalá fuera yo tan ingenuo, quizás así encontraría la felicidad. Entonces recordé aquel cuadro de Alexandre Cabanel. "El ángel caído", Lucifer ocultaba su rostro ante los ángeles para no mostrar el dolor y el odio infernal al que Dios le había sometido. Al mirar a mi alrededor, solo conseguí mpatizar con el diablo. ¿Cómo Dios puede permitir tanta crueldad?

Señor de CuervosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora