Atrocidad:

336 66 0
                                    


Las puertas blindadas fueron un bonito detalle.

Había logrado volver al piso del salón del trono sin problemas. Los ascensores colaboraron. Los pasillos estaban sumidos en un silencio inquietante. Esta vez nadie me recibió en la antecámara.

Donde antes estaban las puertas doradas ornamentales, la entrada del santuario de Nerón se hallaba ahora cerrada con enormes planchas de titanio y oro imperial. Hefesto habría salivado al verlas; un precioso trabajo en metal, grabado con hechizos de protección mágicos dignos de Hécate. Todo para proteger a un emperador asqueroso en su habitación del pánico.

Al no encontrar timbre, golpeé con los nudillos en el titanio: Tan, tan, tan...

Nadie contestó como correspondía porque eran unos pedazos de bárbaros. En lugar de eso, en la esquina superior izquierda de la pared, el piloto de una cámara de seguridad pasó del color rojo al verde.

—Bien.—La voz de Nerón crepitó por un altavoz del techo—. Estás sola. Niña lista.

Las puertas hicieron un ruido sordo y se abrieron lo justo para que yo pasase con dificultad. A continuación se cerraron detrás de mí.

Busqué a Meg con la mirada por el salón. No se le veía por ninguna parte.

La sala estaba prácticamente igual. Al pie del estrado de Nerón, las alfombras persas habían sido sustituidas para librarse de las molestas manchas de sangre de la doble amputación de Luguselva. Habían hecho salir a los criados. Formando un semicírculo detrás del trono de Nerón había una docena de germani, algunos con aspecto de haber servido de blanco para las prácticas de tiro en la "excursión" del Campamento Mestizo. Donde antes estaban Lu y Gunther, a mano derecha del emperador, los había suplicó un nuevo germanus. Tenía una barba totalmente blanca, una cicatriz vertical en un lado de la cara, y una armadura cosida con pieles peludas que no le ganaba muchos puntos como defensor de los derechos de los animales.

En todas las ventanas habían hecho descender hileras de barrotes de oro imperial y el salón del trono entero parecía una jaula, como le correspondía. Dríades esclavizadas revoloteaban nerviosas junto a los tiestos de sus plantas. Los niños de la Casa Imperial—solo siete de toda la prole—se hallaban al lado de cada planta con antorchas encendidas en las manos. Como Nerón los había educado para que se comportasen de forma vil, supuse que quemarían a las dríades si no colaboraban.

Posé la mano contra el bolsillo de los pantalones en el que había guardado los anillos de oro de Meg. Me tranquilizó que por lo menos ella no estuviese con sus hermanos. Me alegré de que el pequeño Casio hubiese escapado de ese sitio. Me preguntaba dónde estaban los hijos adoptivos que faltaban: si habían sido capturados o habían caído en combate contra el Campamento Mestizo. Procuré no regodearme en la idea, pero era difícil.

—¡Hola!—Nerón parecía alegrarse sinceramente de verme. Se reclinó en su sofá mientras se metía uvas en la boca de una fuente de Plata que tenía al lado—. Las armas en el suelo, por favor.

—¿Dónde está Meg?—pregunté.

—¿Meg...?—Nerón fingió estar confundido. Echó un vistazo a la fila de sus hijos armados con antorchas—. Meg. Veamos... ¿donde la he dejado? ¿Cuál es Meg?

Los demás semidioses le dedicaron sonrisas forzadas; tal vez no estaban seguros de sí su querido padre bromeaba.

—Está cerca—me aseguró Nerón, mientras su expresión se endurecía—. Pero primero, las armas en el suelo. No pienso arriesgarme a que hagas daño a mi hija.

—Serás...—Estaba tan furiosa que no pude acabar la frase.

¿Cómo podía alguien tergiversar la verdad con tal descaro diciendo lo contrario de lo que era claro y evidente, y que pareciera que creía lo que decía? ¿Cómo podías defenderte contra mentiras tan flagrantes y manifiestas que no deberían haber exigido ser rebatidas?

Las pruebas de la luna: La Torre de NerónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora