Capítulo 8. Et tu, Brute?/Empezar de cero.

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Olivia Davies

Vuelves a mirarme y el corazón vuelve a sangrarme.

Tus ojos, llenos de ganas de salir corriendo y de llover, tratan de descubrir quién soy, como si no lleváramos años saliendo y como si lo hubieras olvidado todo en cuanto la fatídica realidad ha salido de mi boca: «He besado a Damien». Tu mejor amigo no ha tardado en puntualizar que, en realidad, él me ha besado a mí, pero tú no lo escuchas, ¿verdad? Solo puedes mirarme como si lo hubiera destruido todo, como si no supieras que tengo mil heridas abiertas por esto.

Yo no puedo dejar de llorar. Como siempre, no sollozo ni tengo hipo y apenas me muevo, solo se me caen las lágrimas del borde de los ojos. Ellos apenas pueden alcanzarte porque no soportan verte la cara y saber que te hemos hecho daño. Y no digo nada porque que sabes que te quiero pero que no puedes perdonarme y que, en el fondo, eso es casi lo peor.

Et tu, Brute? —le susurras a Damien cuando lo miras y él agacha la mirada.

En cualquier otro momento, me habría reído porque hayas dicho esas palabras en una situación así de dramática. La forma en la que lo dices con una tristeza arraigada en el iris, en la voz, en el alma, y observándonos casi desorientado porque no sabes qué hacer me estruja el corazón.

Esta es una de las cosas que más me gusta de ti, Flavio. Sientes devoción por la literatura y memorizas todas las frases que te marcan de cada obra que lees. Julio César siempre ha sido una de tus obras de teatro preferidas, entre otras cosas, porque adoras la civilización romana. Yo solo accedí a leerla (a escucharte leerla, en realidad) para entender con exactitud el contexto de la frase que acabas de pronunciar y así saber por qué Taylor Swift la usa en Look What You Made Me Do. Tú, cuando te confesé el motivo, te reíste y me dijiste que te gustaba que tuviera esas ideas.

Dices algo más sobre lo arrepentido que estás de lo que pasó el viernes y yo me encojo en mi asiento, incapaz de aportar algo más a la conversación. Damien te pide perdón y yo asiento con la cabeza, de acuerdo, pero sin hablar.

Escucho cómo te levantas y nos dejas solos. Permanecemos en silencio hasta que tu mejor amigo se gira hacia mí y me pide que diga algo una y otra vez, me insiste, me grita y sacude los hombros para que reaccione. Siempre con la misma frase: «¿Cómo puedes ser así?».

No lo sé.

No lo sé.

No lo sé.


Me incorporo de golpe.

Mi respiración es acelerada en medio de la penumbra de la madrugada. Me reconozco entre la calidez de mis sábanas y bajo la luz blanquecina de la luna que entra por la ventana frente a mí. Hace un poco de frío pero yo estoy sudando. Cierro los ojos e inspiro profundamente, aliviada.

Solo ha sido una pesadilla. O al menos, el final lo ha sido.

Supongo que el momento en el que le rompo el corazón a Flavio por mi estupidez no va a ser fácil de olvidar y que ni siquiera mi mente me va a poner fácil hacerlo. Si se supone que tu mente es tu lugar seguro que te protege, puedes imaginar cómo me siento yo fuera de ella.

Me froto los ojos con los puños y me estiro sobre la cama para alcanzar mi móvil sobre la mesita de noche. Son las seis y dos minutos de la mañana. Tengo algunos mensajes acumulados de Rea y Holt, que están haciendo uno de sus habituales maratones de películas de madrugada, pero ninguno de Flavio. Se me hace pequeño el corazón al darme cuenta de que voy a tener que acostumbrarme a no saber nada de él.

De pronto, la puerta de mi habitación se abre y mi padre aparece detrás con su pijama y con la cara hinchada por el sueño. Enciendo la luz de la mesita de noche para poder verle mejor.

Hasta que se caiga el cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora