CAPÍTULO II. POSESIÓN

6.2K 799 592
                                    


Era el primer día del mes, el de veneración a los dioses, a Armis y Daméo. El barullo en la capital podía oírse como olas de mar al chocar con las rocas, era estridente y, aun así, pacífico.

Sirvientes corrían cargando los mantos y togas de seda de sus amos mientras estos se agasajaban en aceites aromáticos y pintaban sus rostros con el único fin de demostrar cuánta riqueza poseían. Todos se preparaban para asistir al panteón del centro de la capital donde los sacerdotes monacales rendirían tributo a los dioses.

Armis era el dios de la fertilidad y prosperidad, sabio y bondadoso. Se representaba como un hombre de largas trenzas que llegaban hasta sus muslos y una corona de flores. Con cuatro manos que alzaba a los cielos, cada una sosteniendo una de las bendiciones que prometía al reino de Rosalles. La paz como una espatifilo, o también llamada flor de muerto, la abundancia como racimos de trigo, la fertilidad como un cáliz y la lluvia como rocas de Jade. Se le adornaba con piedras preciosas y largas túnicas hechas en finas sedas y tafetán.

Daméo era el dios de la protección y la guerra. El dios que juzgaba y ejercía castigo, y cuya voluntad se imponía sobre los mortales. Enfundado por una armadura de acero y esta cubierta con las pieles de salvajes bestias. Con dos manos, cada una cargando una espada cuyas empuñaduras se presumían como escorpiones. Con enormes colmillos y un tercer ojo en su frente.

Según las creencias de Rosalles, Daméo creó el universo como muestra de amor eterno para Armis, para que este pudiera pintar las estrellas en el cielo y bañarse en el sol. Sin embargo, fue Armis quien se encargó de la creación de todos los seres vivientes en gratitud a Daméo y a su correspondido amor.

Ellos, eternos amantes, cuidaban a Rosalles y su gente.

Y eran respetados y venerados por todos.

Por todos, menos por cierto fastidiado príncipe, quien suspiraba mientras uno de sus sirvientes untaba sus pies en aceite de flor de naranjo. Dedos torpes repasando con cuidado los relieves de tus tobillos.

Su rostro se encontraba cubierto por una máscara, como lo había estado cada día de su vida desde que alcanzó la tierna edad de cinco soles anuales, debido a que la ley así lo dictaba. Ningún miembro de la familia soberana de Rosalles tenía permitido mostrar su rostro a otro mortal que no fuese familiar directo, y en el caso de Nethery eso solo incluía a su padre y madre. Un método de seguridad monstruoso, sin embargo, eficiente y que había salvado la vida de más de un miembro de la realeza en el pasado. El mismo padre de Nethery, Harlan, pudo escapar de una revuelta durante su adolescencia gracias a que nadie conocía su rostro.

—¿Puedes terminar con eso de una vez? —preguntó con tono aburrido ante el masaje en sus pies.

Su temeroso sirviente atrapó un quejido en su garganta y asintió, apresurándose a terminar el ritual de cada día.

—Solo está haciendo su trabajo, Nene. No molestes al hombre.

Nethery arrugó su nariz y vio aparecer a su mejor y único, amigo. Thabit Vakjir.

El heredero de la casa de los Vakjir, una ilustre y poderosa familia que controlaba prácticamente todos los puertos de los reinos bajo el dominio de Rosalles. Siempre fieles a la corona, y Thabit, particularmente, muy apegado a Nethery. Quizá porque se conocían de pequeños, quizá porque ambos eran tan miserables que en algún punto necesitaron apoyarse en el otro para no hundirse ante las presiones que sus títulos conllevaban.

Sin importar cómo fue que terminaron ahí, había una certeza innegable, Thabit era la única persona del reino que no debía temer a la ira del cruel y hermoso príncipe.

DRAKÁN [DISPONIBLE EN FÍSICO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora