Era miércoles, y había pedaleado lo suficientemente rápido para llegar temprano a matemáticas, mi clase favorita, sólo para descubrir que la profesora estaba enferma y el suplente ya estaba ocupado. La profesora inspectora nos dejó unas guías y nos pidió con una sonrisa dulce que no excediéramos los decibeles.
«¿Todas las inspectoras dicen decibeles? En el colegio alemán también nos decían algo así, aunque harto menos edulcorado. Aunque también en las cuatro escuelas anteriores a esa. O tal vez sólo es mi maldición personal oír decibeles más veces que cualquier ser humano».
Dividió la torre de hojas en dos y le entregó una mitad a Javier y otra a mí, las repartimos mientras ella observaba pacientemente.
—Muy bien, la profesora va a revisarlas cuando vuelva la próxima semana. ¡No la dejen para último momento!
Ni bien cerró la puerta tras de sí, éstas quedaron permanentemente olvidadas en cada escritorio.
Regresé a mi asiento, solté un suspiro, y volví a encender mi música. Pasé directo a Edvard Grieg, «I Dovregubbens hall» [2] siempre me ponía de ánimo para hacer tareas.
Iba ya en el cuarto ítem y en mis audífonos sonaba Tchaikovsky cuando una mano medio morada y temblorosa a causa del frío apareció frente a mis ojos, sosteniendo un cuaderno con una guía encima que tenía escrito el nombre «Martina F. D. C.» y muchos números y letras al azar en cada ítem.
—Ayuda —soltó haciendo una mueca de pena.
Llevaba puesto el gorro multicolor que le tejió su abuela, y la bufanda azul que se hizo ella misma; sólo se le veían los ojos, llorosos de frío. Sonreí y le di un par de golpecitos al asiento junto a mí. Ella soltó la guía y el cuaderno sobre mi escritorio, yo la ojeé mientras me sacaba los guantes sin dedos para entregárselos y que se abrigara un poco.
Corrió la silla hasta juntarla con la mía, pasó su brazo por debajo del mío y puso una manita vuelta arriba, donde inmediatamente deposité uno de mis audífonos. Ella agarró mi teléfono, lo desbloqueó con su huella y empezó a agregar canciones de su gusto a la cola. Cuando ya hubo añadido suficientes, enterró su rostro en mi hombro. El frío le afectaba bastante.
A través del grueso suéter del uniforme podía sentirla absorbiendo mi calor corporal como si fuera un bloque de hielo. Bajo la falda tableada, Martina tenía puestas medias de polar y bucaneras, pero nada podía abrigarla. Después de todo, Chile siempre sería veinte o treinta veces más helado que su Cuba querida.
Incliné una pierna hacia ella y pasó las suyas por encima, para terminar de usarme como estufa de cuerpo completo.
—Ay, siempre estás tan calientita —murmuró reacomodándose contra mi cuerpo. Le entregué mi mano izquierda para que la pusiera entre las suyas, como un guatero, y la apretó con desesperación.
—¿Mejor? —pregunté con suavidad y ella asintió vigorosamente.
—No entiendo cómo es que te vienes en bici con este clima. Más encima estamos en octubre, no debería hacer tanto frío, tal vez un poco, pero NO TANTO, ¿esto es culpa del calentamiento global? Es el calentamiento global, ¿cierto? A veces hasta extraño los ciclones. Estoy segura de que más gente ha sufrido de frío que por los huracanes, ¿no?
Sonreí y seguí anotando mientras ella seguía divagando. Escuchar su voz y su hilo de pensamiento siempre me hacía feliz.
A los pocos minutos, se le unieron Fernanda, Ledya y Zara en la conversación.
Antes de la mitad del primer del bloque, terminé la actividad. Le puse mi nombre, curso, la fecha y las guardé disimuladamente en el cuaderno de Martina.
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Sangre Azul I - Regreso a casa. (Actualizado).
Ficción GeneralAsí que, ¿quieres saber cómo se desató la Guerra de Sucesión del Imperio Humano? Pues tienes aquí la crónica que sigue a quienes luego serían sus protagonistas. A través de diarios personales, reportes y entrevistas, podrás sentir en la piel la tens...