Esquirlas de vida...

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Habré de lamer mis patas por última vez, sólo si a ella no se le fuera lícito despertar de nuevo. Salto, corro, me muevo como puedo entre los muebles caídos y me poso a su lado -sin tratar de ocultar cuan alicaído me encuentro. Ella, quien tan hace poco reía en un torrente sin fin de carcajadas, acompañadas de la estruendosa música, suplicio de mis alongadas orejas, yace ahora en el suelo, inmóvil. ¡Oh! Mi querida Annie, sol de mis días, dueña y ama del gran cubo en el que habito, ¿por qué no respondes? ¿Por qué?

Pequeño, dulce conejito, no te asustes. Vamos, levanta las orejas de nuevo, estoy bien. Estas lágrimas que escapan de mis ojos no son nada. Este cuarto, patas arriba, no es nada. Esta sonrisa en mi rostro, al contrario, es mucho. Saliste de bajo de mi cama, tu habitual escondite, luego que el estruendo dio paso a la calma, y puedo ver en tus ojos cómo te preocupas por mí, así, yo te doy certeza de mi bienestar. Pero, pequeño, te mentiría si te dijera que la vida es luz constante, reverberante en cada segundo, refulgente, guiadora. No, la vida no es eso. Cada día tiene su noche, y así, cada sonrisa tiene su lágrima.

Annie, mi amada Annie, cuánto daría a la madre de todo por que me permitiera comprender tan sólo una palabra de lo que me dices. Más tu mano sobre mi cabeza dice ya suficiente, y en cada caricia puedo sentir el cadente palpitar de tu corazón. El soporífero vaivén de tu pecho me adormece, pero no he de rendirme a los brazos del sueño, pues veo que necesitas de mi compañía. ¿Quién, mi amada, quién tuvo el corazón tan negro como para dejarte tendida en el suelo?

Quisiera poder hablar en ese idioma universal, Conejito mío, con el que la madre se comunica con sus criaturas, pero se me es imposible…, sin embargo, aquí estás, mirándome con trémulos ojos, a la espera de mis palabras. No puedo dejarte con la expectativa en alto, así que atiende, pequeño, a lo que diré, pues la historia no se remonta a más de tres horas atrás.

Dormías, en la caja que tú mismo destrozaste con tus dientes hasta volver jirones, pues se te es más cómodo, cuando todo esto sucedió. Y bien me conoces, desde el día que a casa te traje de la tienda. Corrías, jugueteabas, eras yo de niña, y yo era tú, saltando, rememorando…

Oh, pequeño, no te entretengas con mi cabello, escúchame. ¿Recuerdas todas las tardes cuando jugábamos?

Recuerdo cuando jugaba con tu cabello, las noches tranquilas antes de dormir. Annie, querida, huele tan bien como siempre. No, allí no me gusta que me rasques, lo sabes. También sabes el temor que por mucho tiempo se apoderó de mí cuando tardabas todo el día en llegar a casa; siempre cargada de un morral y papeles a toda hora. Escapa de mi comprensión. ¿Qué es lo que hacías? ¿Por qué no venías a jugar conmigo? ¿Y, por qué aquel líquido rojo manaba de ti? Déjame un rato más en tu pecho, amada Annie, pues es tan cálido, tan suave, no quiero moverme de aquí.

Por lo menos deja que me incorpore, juguetón, que ya cansa estar acostada. Mira, aquí, sobre mis piernas cruzadas también estás perfecto. ¡Ah! Sé el abandono al que te sometí, ya tiempo atrás, cuando por la universidad debía ausentarme todo el día. Pero no pienses que mi afecto disminuyó siquiera un ápice por tales ausencias. ¡Pero cuánta frustración!  No, pequeño, el espejo roto no conoció su destino hoy, sino ya días atrás, cuando en un acceso poco fortuito de ira un puñetazo le destrozó. Junto a los cristales caía mi sangre, pero eso lo sabes ya. Verás, tiendo a enfurecerme con rapidez, y en especial aquel día cuando me dejaron plantada en el café. Sé que no debí hacerlo, pero nunca he sido una chica paciente, del todo. Aquel día, luego de vendarme, fui a por un algodón de azúcar. ¡Cómo reí al ver tus bigotes llenos del confite rosa! Pero el espejo despedazado no fue víctima sin razón. ¿Su crimen? Enseñarme todo mi dolor, aquello de lo que he huido con fervor. Lágrimas, lo sé. Perdóname, pequeño, estoy mojando tu pelo.

Fue esta mano la que puso todo así: la cama sin colchón, patas arriba el sillón. Cuanto mueble hubiera, todo fungió como destino de mi ira. Pero no puedo confesarte el motivo de la misma, pues yo misma lo desconozco.

Dueña de mi ser, ¿a dónde nos dirigimos? ¿Por qué de pronto me tomas entre tus manos y caminas despacio? Aunque confieso una grata alegría al ver en tu semblante una sonrisa, no me explico la razón del desastre. La tormenta en tu corazón, querida, esa sí la conozco. No necesito entender lo que dices para ver el ojo del huracán siempre latente en tu mirada, que soy criatura de la naturaleza, por tanto la conozco la naturaleza de tus pasiones. En tus caricias vibra ahora la inquietud. ¿Eso que, más que esconderme a mí, te niegas a ti? ¿Qué pasó con las juveniles sonrisas del pasado, las fiestas de tú y yo en el salón, los juegos y el dormitar juntos? ¿A dónde fue lo que prometiste en pacto silencioso, entre brincos y cánticos?

A los despojos de mi alma, quizá. No es necesario que chilles tanto, Conejito mío, ya he entendido la razón de tus reclamos. Quiero que veas, sí, el espejo una vez muerto aquí se encuentra completo. Es algo irónico, que el culpable de mostrarme lo que soy esté reparado, mientras los muebles de la casa ahora llevan la peor parte. Pues bien, mira, pequeño, cuan blanco eres, ¿verdad? Había dicho que no hay día sin noche, mas tampoco se atreve a existir una noche sin aurora. En mi noche, Conejito, has sido mi aurora, el nuevo amanecer. Ya basta, no lamas mis dedos, mejor vamos a poner las cosas en orden de nuevo. Ahora sólo resta seguir adelante, pequeño, pues vamos, hay un camino largo por recorrer. La vida es un ciclo que oscila entre la paz y el conflicto, pero no podemos detenernos en el limbo que queda luego, como tú, Conejo, es mejor saltar fuera, al menos por un día, de llanto, de risas, de vida.

Saltemos pues, mi querida Annie.

Foto de portada por Alisson Celis.

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⏰ Última actualización: Apr 06, 2015 ⏰

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