Los hombres de ciencia sospechan algo sobre ese mundo, pero lo ignoran casi todo. Los sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen.
En un paso pequeño para el hombre, pero en uno gigantesco para la humanidad, Neil Armstrong grabó en su retina y posteriormente ofreció al mundo una descripción de la superficie lunar.
Fría y seca como un limón sin cáscara que hubiese sido deshidratado al sol, con cráteres similares a los poros de una piel muerta y apolillada, el satélite plateado de la Tierra no era tan hermoso una vez pisada su inestable superficie. No había ni prístina nieve ni cristales fractales, ni playas con agua de argenta, ni vaho de hielo fino. Solo desiertos incoloros y cordilleras que parecían los huesos de alguna antigua criatura, verrugas en un cuerpo celeste.
Está registrado y es de dominio público que Neil Armstrong miró al planeta Tierra, comparándolo con un pequeño guisante azul, y se sintió muy, muy pequeño. Y aún no lo sabía, pero en donde dejó la huella en la superficie lunar, hubo un crujido imperceptible cuyo eco se perdió en el espacio; chocó contra millones de estrellas, fue devorado por cientos de agujeros negros y finalmente, murió. Un polvo duro y arenoso tapó la pequeña grieta que había bajo la huella de la pisada.
La nave Apolo XI abandonó el satélite, que desde la Tierra se veía Creciente, como un mordisco blanco en mitad de la noche. Era especialmente difícil ver sus cráteres y sus planicies, pero ni el mejor telescopio ni la atenta mirada de los que primero caminaran en su superficie podrían haber visto esa pequeña e insignificante grieta.
*
Muy lejos, apartado por el espacio y el tiempo (concretamente, 26 años, en 1995), un niño terminaba de montar su telescopio. Era un modelo humilde, con un trípode metálico con bandas de plástico negro, y unos estampados de estrellitas en el cañón. La marca que producía esos artefactos entraría en quiebra un par de años más tarde, porque era más sencillo estropear la lente limpiándola con un trapo que dejándola sucia de motas de polvo. El telescopio se tambaleaba, inestable en ese suelo de tierra y hierba blanda que queda tras una llovizna. Pero el niño quería ver las estrellas y tras la lluvia, las vaporosas nubes dejaban entrever la luna. El chico había visto una cinta de guerreros del espacio y le apasionaba la idea de vida en otros planetas, a pesar de que había ya cientos de papers científicos apuntando a que el satélite de la Tierra y el resto de los cuerpos celestes del sistema solar estaban silenciosos y fríos. Miró por el buscador y el ocular, demasiado impaciente para aprender qué parte servía para qué, buscando en el cielo la Luna. La suciedad de la lente era ya considerable, a pesar de ser un telescopio prácticamente nuevo, pero el niño no había sido cuidadoso y había tocado con sus manos el cristal en diversas ocasiones. Aún chispeaba un poco y algunas gotitas formaban en la superficie planetas inexistentes. Pero la Luna se veía, blanca y pálida, con un halo de fiebre fría a su alrededor. La suciedad de la lente hacía que, en la noche nublada, hubiera estrellitas de agua y planetas ficticios, para deleite del crío.
Sin embargo, pudo percatarse de algo, y durante unos instantes no lo atribuyó a la suciedad del telescopio, a la lluvia, al temblor de las patitas del trípode o a su propia incapacidad de mantener quieto el tubo del instrumento con sus manos. La superficie de la Luna, o mejor dicho, un pequeño puntito, durante un segundo, pareció hincharse.
Fue tan rápido que su ojo y su mente se recuperaron rápido de la impresión, y como todos los que en algún momento miraron a la Luna con un telescopio en ese momento, lo único que vieron fue una mota de polvo que durante un nanosegundo deformaba la redonda forma del satélite.
*
A más de trescientos ochenta y cuatro mil kilómetros de la Tierra, en la superficie inerte de la Luna, en la linde del Mar de las Crisis o Mare Crisium y la cara oculta del satélite, algo se despegaba del suelo. Parecía un pedacito fibroso, como una pequeña red enmarañada, no más grande que un folio, pero carente de sus perfectas líneas rectas y su limpia piel de celulosa. Ligero, flotó unos instantes y se perdió en el espacio como el crujido que produjo una grieta hace veintiséis años atrás.
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El llanto al otro lado del universo
Science FictionLos hombres de ciencia sospechan algo sobre ese mundo, pero lo ignoran casi todo. Los sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen.