CAPÍTULO XXIV. DESIERTO

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El aire era fresco y húmedo, podía sentirse como un manto mojado sobre su piel. Estaban en un roquedal oculto en las vastas tierras de Rosalles, con flores de grandes y rojizos pétalos a sus pies.

Sus párpados estaban caídos, su cuerpo exhausto tras cabalgar todo el día. Saomi dormitaba en los brazos de Miriades y Savannah apenas levantaba el rostro del suelo, sujetando las riendas de los caballos.

—Es aquí —aseguró la mujer mayor al denotar dos enormes puertas de roca, metal y madera que protegían la entrada de la bóveda que aparecía en el mapa—. Thabit me aseguró que nadie además de su difunto padre y el general sabe de la existencia de estas bóvedas. Podríamos pasar la noche aquí y marchar al amanecer.

Rhada asintió.

Levantó la vista, la luna reflejándose en sus iris brillantes y pupilas de aguja. Una ola violenta le azotaba una y otra vez, empapándolo, haciéndolo vibrar de pies a cabeza. Solo una puerta lo separaba de su gente, de aquellos que compartían su sangre, su historia.

Dio un paso hacia la cueva, su rostro inescrutable tragado por la noche. Un fuego encendiéndose desde lo profundo de su estómago, desatándose por todo su cuerpo y volviéndolo rígido como el acero. No tenía pleno control sobre sí mismo, era como una bestia volviendo a sus crías tras una larga e infructuosa caza.

Con cada paso la grava en el suelo crujía, el viento parecía aullar a su espalda. Quedó de pie frente a las grandes puertas y posó una mano sobre la madera maciza, respirando a través de sus fosas nasales con frenesí. Sentía que ardía por completo, desde sus entrañas hasta el aire que lo rodeaba.

Abrió el cerrojo de metal que mantenía las puertas cerradas y cerró los ojos, ambas manos aplanándose sobre la superficie envejecida, las puntas de sus dedos hundiéndose con fuerza. Retrocedió un paso y tras inhalar profundo, sus brazos quedaron estirados con firmeza, sólidos contra las puertas. Sus piernas en posición, una por delante de la otra, levemente flectadas y con sus talones cavando sobre el suelo. Su pulso se desbocó a través de su cuello y un gutural rugido emergió de su garganta al mismo tiempo que comenzó a empujar las puertas. El pesado metal claveteado en las puertas oponiendo resistencia.

Los músculos de sus brazos, cuello y piernas volviéndose prominentes por debajo de su piel, enseñando con orgullo los largos caminos compuestos por sus venas donde sangre caliente se bombeaba como si de un río indómito se tratase.

Sus párpados se abrieron cuando las puertas finalmente fueron abiertas. El cetrino de sus ojos encontró a sus pares.

Los brazos de Rhada cayeron como peso muerto a sus costados. Retrocedió al mismo tiempo que ellos comenzaron a salir de aquel socavón. Jadeando suavemente a través de sus labios entornados, una gota de sudor bajando por un costado de su rostro hasta el hueso de su mandíbula.

En tan solo unas respiraciones se vio rodeado de los sobrevivientes de su tribu. Miró a sus hombres y mujeres, a los jóvenes que de pie lo honraban con sus cabezas en alto, temblorosas manos extendidas sobre sus esternones. Con las costillas asomándose bajo sus pieles, sus rostros sucios y huesudos. Sus ojos cetrinos brillando más que la misma luna.

El más anciano de los hombres se colocó frente a él, lo miró de pies a cabeza y tragó todas las emociones que se avecinaban por sus ojos. Su huesudo rostro de piel arrugada era oculto tras el velo de la noche, sin embargo, Rhada podía verlo. Con dificultad el anciano se arrodilló ante él. Sus débiles rodillas enterrándose entre la grava, su cabeza inclinada hacia abajo en respeto. Su acción fue imitada por el resto de su tribu, quedando todos postrados a los pies de Rhada.

Rhada pasó la vista por sobre sus cabezas. Sintió algo encenderse y quemar a través de su pecho.

—De pie —ordenó—. No nos inclinamos ante otros —les recordó tras un silencio muerto.

DRAKÁN [DISPONIBLE EN FÍSICO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora