Cap. 5 (parte 1) Primer Volumen; EN NUESTRO REINO

18 1 2
                                    


     Nuestra casa estaba en la calle Longjiang, al final del callejón 28. Al igual que la tierra estéril cerca de Heilongjiang [1], la frontera de Siberia en el mapa de China, este área de la calle Longjiang es también la zona desértica de la frontera de Taipei. Los desterrados que terminaron allí éramos personas de escasos recursos. Nuestro callejón estaba ocupado principalmente por viviendas para empleados de bajo rango de organismos gubernamentales menores. A ambos lados se alineaban casas bajas de madera que el tiempo había ennegrecido; las tablas estaban cubiertas de manchas de moho, las puertas, los aleros, las ventanas y los toldos estaban rotos o desmoronados, haciéndolos parecer una procesión de mendigos harapientos acurrucados, con los hombros caídos y la espalda encorvada.

     La primera construcción de la izquierda pertenecía a un Oficial del Estado Mayor llamado Qin. El portón principal había sido arrancado por un tifón y nunca fue reemplazado, por lo que parecía una boca abierta sin dientes. El oficial solía sentarse allí sobre un taburete con su huqin [2] en las manos, tiraba del arco mientras cantaba, según él, al estilo de la escuela Qilin Tong [3], aunque su voz era tan ronca que parecía que tenía un resfriado perenne. Había sufrido un derrame cerebral el año anterior, que le torció la cara y le dejó un lado de la boca colgando. Pero, sin embargo, siguió cantando ópera, lleno de energía, oh lejano vado..., aullando lastimosamente: Me has engañado, el Emperador... Su barbilla caída daba a todo el rostro una expresión afligida, la impresión de un dolor inaguantable.

     En el edificio de la derecha vivía la familia del sargento Xiao y la de su ayudante, la familia Huang. Sus esposas llevaban discutiendo entre sí más de diez años, todo a causa de la cocina que compartían. A menudo, a altas horas de la noche, los sonidos rítmicos de un cuchillo en una tabla de cortar emergían de su cocina, acompañados de palabrotas y maldiciones que ponían el vello de punta con el frío viento nocturno. La Sra. Xiao, una mujer gorda y de voz estridente, siempre se imponía. La Sra. Huang, en cambio, era una mujer flaca hasta el punto de parecer un pepino deshidratado y toda desdentada, siempre terminaba con lágrimas en su trágico rostro, como si las maldiciones de la Sra. Xiao la hubieran condenado a la perdición eterna.

     Supongo que la vida era dura para cada uno, y por eso casi todo lo que se oía eran sonidos de descontento. En todos esos años no recuerdo ni un solo momento en que la tranquilidad reinara en nuestro callejón; apenas cesaban los sollozos de algún lugar cuando surgían las maldiciones e insultos de otro.

     Sin embargo, nuestro callejón número 28 era un callejón sin salida que no es fácil de olvidar: olía a podredumbre sui géneris [4] y exhibía un estado de ruina y desolación único. Las zanjas abiertas a ambos lados estaban siempre cubiertas de verduras podridas, ropa harapienta, trozos de mimbre y bambú, y latas oxidadas. Cuando el sol calentaba el agua estancada en las acequias, espesa y negra, despedía un hedor abrumador que flotaba en el aire a lo largo del camino. El contenido del contenedor de basura descubierto en el centro del camino era aún más variado, una interesante mezcla de objetos sucios, apilados, que en ocasiones incluían gatos muertos con vientres horriblemente hinchados, miradas fijas, ojos sin vida, y colmillos descubiertos. Envenenados por Dios sabe quién y arrojados allí para que se pudrieran. Eran un caldo de cultivo para enormes moscas verdes de cabezas rojas, que se dispersaban en el aire cuando alguien se acercaba al contenedor, dejando al descubierto los cadáveres negruzcos cubiertos de gusanos blancos. El carril sin pavimentar se convertía en un traicionero lodazal después de cada aguacero. Caminábamos por él, resbalando y aplastando nuestros pies descalzos cubiertos de lodo, que se convertía en una costra al secarse, que luego llevábamos a nuestras casas. Durante las épocas de sequía, el viento hacía que la arena se arremolinara en el aire y, provocaba que los pañales, los calzoncillos, las sábanas y las almohadas, que colgaban de los palos de bambú colocados en las paredes agrietadas de cada casa, se agitaran y volaran con entusiasmo en la tormenta de arena.

HIJOS DEL PECADO (Crystal Boys)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora